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lunes, 29 de septiembre de 2014

Diomedes Díaz: el espantapájaros que conquistó un anaquel en la historia de Colombia

Por: Enoin Humanez Blanquicett

La vida de Diomedes Díaz no deja persona indiferente. Quienes se detengan sobre la figura del artista podrán constatar que éste “cantaba y componía con el alma, sentía lo que hacía, era auténtico”, como bien lo advirtió el abogado Abelardo de la Espriella. Quienes miren al ser humano encontrarán a un hombre que vivió una vida “desmesurada y desordenada”, como lo resaltó Alberto Salcedo Ramos. Mirada desde la óptica del puritanismo su vida privada puede ser catalogada de inmoral. Quienes la miren desde la perspectiva del éxito social descubrirán en él un individuo con talentos superlativos, que habiendo salido de la nada alcanzó el pináculo de la fama. La condición dual del personaje: esas dos caras que se pueden apreciar al mismo tiempo desde cualquier perfil, hacen que su recorrido vital no sea un tema fácil de abordar desde la perspectiva de la simple biografía.

Para poder mostrar todos los matices que se esconden detrás del hombre de manera justa, aquellos que quieran ocuparse de su paso por el mundo de los mortales deben sentirse tentados a abordar sus vivencias más desde el ámbito de la crónica literaria, la novela social o el ensayo socio-filosófico. Escribir sobre Diomedes desde la biografía es correr el riesgo de amputar su historia personal de los pasajes, que nos podrían ayudar a entender por qué fue quien fue a pesar de todo. Resaltar una sola cara de la moneda puede desembocar en su demonización o en su idealización. Enfocarse en la vida controvertida y escandalosa del artista sería un acto de simple populismo moralista, que llevaría a la reducción de su legado artístico a la mínima expresión. Concentrarse en la genialidad artística que lo caracterizó y pasar por alto sus tropelías es una actitud permisiva y sobreprotectora que le impediría a las nuevas generaciones aprender de los errores de quienes las precedieron. En tal sentido, quien escriba sobre Diomedes debe tener clara una cosa: fue un hombre de su tiempo y un producto de su medio. Por eso es uno de los iconos más excelsos de la sociedad en la que nació, se reprodujo y murió.

Sobre lo anterior vale retomar los conceptos de César Rodríguez Garavito, para quien Diomedes es una metáfora que resume correctamente la cultura nacional. Según Rodríguez Garavito, Diomedes sintetizó de manera correcta “la colombianidad”, que consiste en un “mezcla de gozo y violencia, de celebración y maquinación”, y —por qué no decir— de propensión al vicio y a la pacatería santurrona. Esa mezcla explosiva ha hecho de Colombia “al tiempo una de las sociedades más felices y una de las más violentas del mundo”. En ese orden de ideas Diomedes Díaz fue, paradójicamente, uno de los pocos colombianos de su tiempo que tuvieron la capacidad de “soldar esa amalgama idiosincrática, esa perplejidad sociológica” que es Colombia en un solo concepto. La letra de sus canciones y su voz le hablaban a los colombianos de todas las regiones y “sus melodías ponían a bailar a colombianos de todo tipo”. Eso lo convirtió en el tenor mayor del coro, que consolidó al “vallenato como la banda sonora nacional”.

En lo que concierne a su lugar en la historia del vallenato, Diomedes fue y será por mucho tiempo, al lado de Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Rafael Orozco y Alberto Sabaleta, una de las seis figuras iconográficas de esa música. En ese grupo comparte con Rafael Orozco Maestre el reinado de la popularidad en las preferencias del público. Cuando Diomedes llegó a la escena musical vallenata a finales de la década de 1970, Oñate, Orozco y Zuleta ya habían consolidado un nombre y un público a lo largo y ancho del mundo rural y semiurbano de la costa atlántica, así como en las ciudades secundarias de esa región colombiana.

En materia de público, Rafael Orozco, “la voz más pura del vallenato” en opinión del sociólogo y cronista Alfredo Molano Bravo, se convirtió a lo largo y ancho del país en el preferido de la población femenina y de la clase media urbana educada, que comenzó a declararse discretamente amante del vallenato. En cuanto a Diomedes, éste se volvió el ídolo de todos los parranderos y juerguistas, al igual que de aquellos místicos, que amaban su entrega a la hora de cantar. La popularidad de Diomedes, así lo destaca Erminio Mestra Osorio, creció gracias a que él fue de los pocos que comprendieron la verdadera forma como “debe cantarse el vallenato, como debe sentirse el vallenato”.

En cuestión de estilos, mientras Orozco se consagró como el cantante que le proporcionaba a las canciones que portaban mensajes amorosos una aureola de romanticismo, que le daba credibilidad al idilio, Diomedes se consagró a su turno cantando canciones que le rendían culto a la vida perdularia, que exaltaban la altivez masculina en los momentos de crisis amorosas, que llevaban declaraciones de amor a través de discursos festivos, que siempre compuso para su esposa, o relatos que exaltaban la vida de uno que otro personaje del malevaje.

Ese es el caso de la canción “Lluvia de Verano. Según el cronista Fredy González Zubiría esta canción fue compuesta por Hernando Marín Lacouture en honor de Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, un campesino guajiro que “gracias a la marihuana” había hecho fortuna. En su discografía, de todas las canciones de esa orientación, la más celebrada y reconocida es el paseo el Gavilán Mayor, compuesto también por Hernando Marín Lacouture. La canción rinde homenaje a Raúl Gómez Castrillón, un hombre cuya fama se labró en medio de los negocios ilícitos, pues la marihuana lo sacó de la miseria, lo subió al trono y lo coronó como uno de los caporales del malevaje en la frontera entre Colombia y Venezuela.

Proveniente de un campesinado que había usado al vallenato, desde tiempos inmemoriales, como instrumento de catarsis social, que le permitía rumear sus cuitas, burlarse del poder estatal, insultarse y decirse sus cuatro verdades sin matarse, o reclamarle a Dios por la manera desproporcionada como repartió la riqueza en el mundo, el mafioso guajiro y vallenato encontró en la música de sus ancestros el medio ideal para contarle al mundo su epopeya. En un país donde las incipientes casas disqueras estaban más interesadas en encontrar la estrella que hiciera brillar el rock y la balada nacional en el contexto iberoamericano, o el cantante de salsa que se equiparara con las figuras de Puerto Rico y Nueva York, el mafioso se convirtió en el mecenas de un género musical sin padrinos en la industria fonográfica.

De ese modo, la bonanza de dinero que trajo el comercio de marihuana benefició —directa e indirectamente— a los conjuntos vallenatos que emergían. En un reportaje sobre la vida del Gavilán Mayor, El Diario del Norte deja constancia de la manera como los negocios turbios de la bonanza marimbera abrieron para los artistas vallenatos “una puerta muy grande”, que los llevo a hacer indirectamente “causa común con el comercio de la droga”. En tal sentido podría asegurarse que no es un secreto que —a través de sus parrandas— los varones del tráfico de marihuana financiaron el ascenso de muchas de las grandes glorias del vallenato pues éstos, como en el caso del Gavilán Mayor, eran amigos personales “de músicos y compositores”.


La locura generada por la bonaza marimbera en el campesinado guajiro financió, como lo resalta González Zubiría, la composición de melodías que exaltaban los nombres de los nuevos ricos. Estas canciones fueron adoptadas como cantos triunfales “por toda una generación de guajiros y costeños”, pues eran los himnos “del marimbero triunfante”, representado en el “campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. Igualmente ese vallenato era también el canto de los muchachos de los municipios y ciudades secundarias de la costa, que salían a terminar el bachillerato en Barranquilla, Cartagena, Medellín o Bogotá o a estudiar en la universidad.

En síntesis, en la Costa Atlántica el vallenato se convertía en la música de una clase media que emergía en las ciudades terciarias a través del estudio o a través del empleo asalariado, y de una clase rica marginal que surgía a partir de un campesinado pobre que encontró en el tráfico de drogas la ruta del ascenso social. Pero, ¿por qué se convertía el vallenato en la música de los grupos sociales emergentes y por qué Diomedes subía al cenit de la fama con ellos?

Al responder esa pregunta, si bien habría múltiples razones que se podrían evocar, en esta ocasión nos vamos a detener en una. Al momento de la irrupción de Diomedes en el mundo del disco, si tomamos como ciertas las consideraciones de García Márquez en su crónica “Valledupar, la parranda del siglo”, “las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y, si acaso, muy buenas para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes”. En las ciudades con tradición industrial o portuaria: Medellín, Bogotá, Cartagena, Barranquilla, Bucaramanga, y en menor grado Buenaventura y Santa Marta, el esnobismo de los grupos de clase media, urbanos, educados o no y obrera, los llevaba a despreciar los ritmos terrígenos, como el vallenato o el mapalé, y a rendirle culto a la balada, el bolero, la salsa y el rock. De ello da bien cuenta la bloguera Marley Jaramillo, quien sostiene —sin poner en evidencia sus fuentes— que en Barranquilla, hasta antes de la construcción del Puente Pumarejo, “prácticamente no se escuchaba vallenato”.

Hasta el comienzo de la década de 1970, así lo sugiere el autor del blog mis deberes, el barranquillero se consideraba habitante de una “ciudad salsera por excelencia”, cuyos habitantes tenían “más en común culturalmente hablando con un cubano, un puertorriqueño, un panameño, que con un vallenato”. Para este bloguero, en aquellos tiempos no eran pocos los barranquilleros que consideraban que el vallenato “no pertenecía a la música costeña típica de nuestra región caribe”. Sobre el tema aún hay quienes siguen expresando en foros de Internet, como “La-salsa-y-solo-salsa”, que Barranquilla perdió su talante y tradición salsera porque “la mayoría de jóvenes barranquilleros son hijos de personas que se vinieron a nuestra ciudad de pueblos, corregimientos y veredas donde el vallenato impera por doquier y donde la única emisora que llegaba con potencia y claridad era Radio Libertad, con su cargamento de música saturada de acordeones y con locutores, en su mayoría, con orígenes, dialectos y cultura vallenata o sabanera”.

La situación en Cartagena era similar a la de Barranquilla. Allí, en general hasta antes de la aparición de las cinco figuras iconográficas del canto vallenato, pero particularmente de Rafael Orozco y Diomedes Díaz, el vallenato era visto, tal como lo anota Marco Fidel Vergara Seña (p. 32), como una “música de campesinos elementales pastores analfabetos y gente de mal vivir”, un género sin clase “que animaba parrandas en el patio trasero de la casa de putas o la fonda del camino”. Hasta antes del Festival Vallenato, esta música estaba proscrita hasta en el Club Valledupar, donde la “alta sociedad lo miraba con desconfianza, como cosa de negros y de pobres”.

El grupo de cantantes de la generación de Diomedes, al lado de una nueva generación de letristas, compuesta básicamente por muchachos que habían salido a estudiar a universidades de Barranquilla, Bucaramanga y Bogotá, y de acordeoneros que tomaron el puesto de la generación que dio origen al mito de Francisco el hombre, hizo del vallenato un referente nacional. Como la subraya Tatiana Acevedo, esta nueva generación “conformó grupos vallenatos, los uniformó con pintas de colores y los llevó de feria en feria, de caseta en caseta hasta El Show de las Estrellas” de Jorge Varón.

Sin embargo, al contrario de los hermanos Zuleta, herederos de la fama de un acordeonero y letrista reconocido y de Rafael Orozco, un mestizo blanco con perfil gracioso, que se convirtió, como lo destaca Javier Ortiz Cassiani, en el ídolo del público femenino, Diomedes no tenía, aparte de sus deseos de cantar, su habilidad para componer y su voz, algo que atrajera la atención de la gente a primera vista. En adición, la malaventura lo llevó a perder un ojo y un diente antes de llegar a la adolescencia.

La pobreza material —y su deseo de ser reconocido— lo llevaron a valerse de los dones que el Cielo le deparó para ganarse la vida y ayudar a su familia, mientras la mayoría de los muchachos de su edad iban a la escuela sólo a estudiar. Como lo documentó Salcedo Ramos, en esa brega, el canto y su habilidad para versear fueron su herramienta de mercadeo, cuando “a sus once años era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza” en Villanueva. De no ser por sus deseos de gloria y por la confianza que depositó en él un número reducido de coterráneos —y contemporáneos— suyos, Diomedes no hubiese llegado, como se dice coloquialmente —en Colombia— a ningún Pereira.

Sostiene Félix Carrillo Hinojosa que al comienzo de su carrera el cantante fue descalificado tajantemente por Rafael Mejía, un alto directivo de Codiscos, una de las compañías disqueras mejor posicionadas de la época, con un juicio inapelable y demoledor: “más canta un pollo al horno”, dijo al oírlo y despidió al emisario, que le llevó un casete con la voz del aprendiz de artista.

Sin embargo, el deseo de alcanzar la gloria y de entrar en la historia lo llevaron a no cejar en su empeño por hacerse a un espacio —o de un espacio— en el universo vallenato. De la vida marginal y pobre que llevó en la niñez abunda en algunas entrevistas: “Soy un campesino neto”, en mi niñez “yo hice de todo” porque “en la casa éramos muchos y la comida no alcanzaba para todos”. La ruta que lo condujo al estrellato está relatada en varias de sus canciones: “Mi muchacho” y “Mi vida musical”, entre otras. Su habilidad para usar su pasado de manera positiva, como recurso guía en la búsqueda de la meta que se propuso, hace de Diomedes Díaz un tipo con una conciencia histórica fuerte, clara y dialéctica. Como lo resalta Jorge Vázquez, si de algo dejó constancia Diomedes Díaz fue de su voluntad por superar las condiciones adversas en las que nació.

De esa conciencia histórica y del deseo de superar sus orígenes da fe en una frase que lanzó de manera inconsciente en una de sus últimas entrevistas: “La verdad, sé de dónde vengo, no pienso mucho para dónde voy”. Esa idea de no saber hacia dónde va, a pesar de tener claro lo que quiere ser, fue quizás la razón que lo llevó a vivir su vida de manera “desordenada” sin pararle muchas “bolas a los cuentos callejeros”. Indiscutiblemente la vida del cantante está bien resumida en la filosofía del número “Parranda, ron y mujer”, de Rumaldo Brito, en el que el espíritu de la canción toma posesión del espíritu del artista y éste canta, sin ningún cargo de conciencia:

Yo gozo mi vida y otro que la sufra
Porque con lamentos no se gana nada
Soy como me hizo mi mamá
yo hago lo que a mí me gusta
Aunque la gente critique mi vida desordenada

La conmoción social que esperaba que causara en la sociedad su partida del mundo de los vivos, elemento que sale a relucir en otra de sus frases: cuando muera “ojalá me dejaran sacar la cabeza un ratico para ver el poco de gente que viene a mi entierro”, es otro guiño que nos indica el deseo fuerte que tenía Diomedes de ocupar un anaquel en la historia de su tiempo y de su nación. Ese deseo de convertirse en un personaje histórico, que ocupa un sitial al lado de los personajes más importantes de su época, adquiere una dimensión ontológica en la canción “Muchas gracias”. Allí, mientras le hace una elegía a su fanaticada, el compositor que habita el alma del cantante identifica el grupo de personalidades al lado de las que quiere situarse en el mosaico de la historia de la cultura nacional. Por eso dice sin ningún rodeo:

Vivo orgulloso como todo colombiano
De ser cultor de las cosas más bonitas
Como Escalona, García Márquez y Obregón
Y como Botero el que pinta las gorditas
¡Ay! como el Pibe, Tino Asprilla y como Higuita
Y Lucho Herrera el campeón de los ciclistas
La llevo del alma prendida
A toda mi fanaticada
Y el día que se acabe mi vida
Les dejo mi canto y mi fama

Los versos de esa canción precisaron, con claridad meridiana, el sitial que quería ocupar el cantante en el seno de la historia de su país cuando ya no estuviera entre los vivos y las acciones por las que quería ser recordado. Revisando la obra musical de Diomedes Díaz podría decirse que, a través de sus composiciones, aquel campesino que no alcanzó a terminar el bachillerato se esmeró, como diría el novelista Milan Kundera, por trabajar minuciosamente en la preparación de su inmortalidad. Ese deseo estuvo alimentado por la eterna preocupación que le generaba el asunto de “la insoportable levedad del ser”. El tema salió a relucir en una entrevista con Ernesto McCausland. En esa ocasión abrigó la esperanza de que cuando llegara a viejo la ciencia ya hubiese vencido la muerte, para convertirse en “inmortal”.

En fin, la de Diomedes son varias historias al tiempo. Esas historias tuvieron como protagonista a un individuo que comenzó su vida laboral en plena niñez, espantando pájaros en cultivos ajenos, pastoreando chivos y cabras que no eran suyas, vendiendo fritos en las puertas de los colegios y cantando canciones propias y ajenas, para conseguir el centavo que permitiera completar cotidianamente el peso, que le permitiera a sus padres levantar decentemente una prole numerosa. Como lo destaca Jorge Vásquez, la suya es “una increíble historia de superación personal que él musicalizaba para que la comprendieran mejor”.

En la Costa Atlántica, Diomedes Díaz entró —por méritos propios— en el grupo de los 10 personajes más importantes de la historia regional durante el siglo XX. Allí tiene un lugar al lado del escritor Gabriel García Márquez, el músico Lucho Bermúdez, el industrial Julio Mario Santo Domingo, el pintor Alejandro Obregón, la coreógrafa Delia Zapata Olivella, el boxeador Antonio Cervantes, la cantautora Estercita Forero, el guerrillero Jaime Bateman Callón y el sociólogo Orlando Fals Borda.


El que tome la arista positiva de su historia tendrá un relato idílico, con un final feliz pero forzado. El que tome la arista negativa se encontrará, de frente, con un individuo que se complació de vivir su vida, fiel a la divisa de “parrandas/ron/drogas y mujeres”, porque —así lo dijo él mismo— dentro de la “vida artística (...) las drogas son algo normal”. El asunto leído de manera cruda y sin matices puede resultar, a todas luces, chocante. Cuando se anda a caballo sobre las dos caras de la moneda, al final, como le dijo su propio padre el viejo Rafael Díaz al cronista Alberto Salcedo Ramos, un hecho sale a relucir: al principio Diomedes “era un buen muchacho, pero la gente me lo dañó”.