RANCHERIASTEREO

viernes, 14 de noviembre de 2014

38 FESTIVAL NACIONAL DE COMPOSITORES DE MÚSICA VALLENATA


Por: Alexander Lewis Delgado|
Siguen los homenajes al cantautor, Diomedes Díaz.  Esta vez, los integrantes de la junta directiva de la versión 38, del Festival  Nacional de compositores de música vallenata, que se realiza en el municipio de San Juan del Cesar, sur de la Guajira eligieron al Cacique de la Junta para que sea reconocido, como uno de los más grandes del folclor vallenato. El evento se estará efectuando del 12 al 14 de diciembre del 2014.
Recordando a Diomedez
Recordando a Diomedez
Los preparativos para el evento, marchan con mucho optimismo y cuenta con el apoyo del alcalde de este municipio, Carlos Julio Orozco Guerra, que logró gran parte de su financiación  y aportó a este festival, la suma de $ 70 millones de pesos. El presidente del evento, Rafael Daza, dijo estar satisfecho por el apoyo de la alcaldía y que también espera contar con el apoyo del gobernador de la Guajira, José María Ballesteros.
 El crecimiento del festival a traído como consecuencia de que la plaza Santander, sitio donde está la tarima Juancho Rois y donde se desarrollan todas las actividades que conlleva la celebración, se quedó pequeña, por eso este año sólo se harán allí, concursos y expresiones culturales. Los espectáculos musicales y presentación de conjuntos se harán en las antiguas instalaciones del Idema, en la salida hacia el municipio del Molino
 Se estableció que en la modalidad de concursos, sólo se presentarán; canciones inéditas profesionales y aficionadas y la piquería infantil y menores. “Debido a los problemas que se han tenido para la financiación, el concurso de compositores clásicos que se creó hace tres años, este año, en asamblea general, decidimos no realizarlo, por la difícil situación económica que afronta la región”, expresó el presidente de la Junta Organizadora, Rafael Daza.

lunes, 13 de octubre de 2014

Una muerte como en el paseo “SUEÑO TRISTE”



Por: Enoin Humanez Blanquicett

Mi primer contacto con la música de Diomedes Díaz sucedió en la escuela rural del caserío de San Francisco, cabecera urbana de la vereda donde nací. Allí, a pocos pasos de la escuela, había una cantina. Su dueño había traído de Venezuela, a donde había ido a trabajar en una matera, un tocadiscos que funcionaba con baterías y dos bocinas, que se podían escuchar a varios kilómetros de distancia. Esa festiva posesión hacía de él la única persona, en varias leguas a la redonda, capaz de animar de manera moderna las parrandas de los adultos perdularios de la comarca de mi infancia.

El artefacto había convertido al tipo en un empresario próspero y apreciado por los tarambanas del villorrio. Para celebrar la vida o para ahogar las penas, los hombres de la región —pocas veces las mujeres, vale la pena aclararlo— llegaban a cualquier hora del día o de la noche y solicitaban que se hiciera sonar en la radiola, por un peso la hora, su música favorita. Entre los temas que los emparrandados hacían repetir hasta el cansancio estaba el paseo “Sueño triste”, compuesto por Calixto Ochoa. La canción encierra un mensaje agorero, que sólo Diomedes Díaz y Colacho Mendoza pudieron transmutar en aire alegre. A veces estábamos tratando de aprender a sumar, cuando la voz de Diomedes nos llegaba en todo su esplendor, pregonando desde la copa del mango del patio vecino, donde estaba amarrada una de las bocinas:

En la revelación de un sueño yo presenciaba mi cadáver
Pero esto tenía un misterio porque yo amanecí grave
El día que muera este negro quedará de luto el valle

Reconstruyendo los hechos que rodearon su deceso, la agencia Colprensa reportó que, después de haber oficiado como pontífice principal de una parranda celebrada en una discoteca de Barranquilla, a donde fue a lanzar su última grabación, que solo cinco días antes había salido al mercado, “El Cacique voló como el cóndor herido”, cuando hacía una siesta. Según dicho reporte, como presagiando la llegada de la hora final, en medio de su última farra le dijo a uno de sus acompañantes: “Compadre, estoy cansado, me les voy a morir en la tarima”. Al día siguiente, al llegar a su casa en Valledupar, volvió a vaticinar el presagio fatídico. “No me dejes solo porque me voy a morir”, le dijo a su mánager. Sin embargo el hombre partió y el hecho aciago se produjo. El cantante murió en la soledad de su alcoba.

La conmoción social generada por la noticia se manifestó de inmediato en las redes sociales y en las ventanas de comentarios de los portales de los medios nacionales e internacionales. De ello dejó constancia el corresponsal de BBC Mundo en Colombia, Arturo Wallace. En su reportaje dio cuenta de la manera como sus seguidores lamentaron su muerte, valiéndose de todos los medios que encontraron a su alcance. El rastreo de ese dolor en el universo electrónico confirma lo que de él decían los titulares de prensa: “Diomedes como artista fue grande” y para el folclor vallenato él es una figura “irreemplazable”.

En Sincelejo —afirma un testigo de excepción—, cuando se supo la noticia, las parrandas del moribundo domingo se volvieron ambiguas, porque en el Caribe colombiano, como lo canta un verso sin dueño, cuando la gente está en la parranda no se acuerda de la muerte. Siguiendo esa lógica, con el propósito de rendirle tributo y para que el duelo no dañara el espíritu de la navidad, se armó una parranda colectiva, en la que entre la música, el licor y los chistes “todos expresaban algo sobre el Cacique”.

En la maraña de comentarios de los medios virtuales, la congoja que inundó el corazón de sus devotos se evidenció en frases como las de Constanza, que escribió en el espacio destinado por la BBC a sus lectores: “Oooh, Dios, qué tristeza por esta gran pérdida”. Por su parte Hugo Polanco Bohórquez sentenció para consolarse por la “irreparable pérdida” en la ventana de comentarios de El Espectador: “Se marchó Diomedes dejando muchas canciones que en nuestro corazón perdurarán. Se fue Diomedes Díaz, el mejor cantante y compositor, dejando junto a sus hijos y sus canciones un pueblo que en silencio lo llorará”.

Por su lado Hollando (también comentarista de El Espectador) sostiene que el Cacique de la Junta fue “aquel hombre que le cantó a su tierra, a sus costumbres, a sus gentes, a su familia, a sus amigos, a sus tristezas, a sus desengaños, a sus alegrías; aquel cuya música ya es casi que obligatoria desde hace casi 40 años”. Resignado frente a la fatalidad, Álex Ramírez, un feligrés devoto de la religión de la parranda, escribió debajo de una de sus canciones en YouTube: “Aquí no hay más que hacer sino beber, escuchar sus canciones y despedirlo con alegría”.

En realidad los parajes virtuales, más que las propias notas de prensa, resultaron ser el mejor lugar para recabar los testimonios sobre la saudade que embargó el espíritu de la fanaticada, por la muerte de ese a quien el cronista Salcedo Ramos llamó “el espantapájaros más gracioso de nuestra historia”. Fue allí donde los observadores especializados en fenómenos sociales de masa debieron haberle tomado el verdadero pulso al estado de postración emocional en que se sumergió el alma de la cofradía parrandera, que hizo de ese campesino sin abolengos su gurú, su guía espiritual.

En mi caso, mi primera zambullida en ese luto colectivo sucedió en el muro de Facebook de William Fortich. De manera sucinta y emotiva, quien fuera mi profesor de filosofía de la historia en la licenciatura de Ciencias Sociales registró compungido el hecho. “Colombia entera llora a Diomedes Díaz”, escribió sin rodeos el profesor.

Sus palabras encontraron de inmediato eco en el sentimiento de Roger Pereira Espinosa, uno de sus contactos, que reaccionó a su comentario en tono grandilocuente: “Diomedes de por sí era, es y será siempre un homenaje a la música, al folclor y al amor. Ya está muerto pero será siempre eterno su legado y jamás dejará de ser ese gran músico, eximio cantor y compositor. Perdemos a un gran artista. El mejor homenaje será seguir escuchándolo con alegría”. La reflexión fue complementada por Clito Self Mogollón, quien minutos más tarde agregó: “Se fue el más grande entre los vallenatos”.

Los contactos del profesor siguieron su diálogo dolorido, en el que intervención tras intervención se iba dejando constancia de que la obra musical de Diomedes Dionisio Díaz Maestre, como lo sostuvo Oliden Pérez Mora, “es un legado cultural, de filosofía popular y de la expresión de los pueblos, en su diario vivir”. Ese aspecto fue reforzado por Marly Luz Nieves Díaz, quien afirmó que “sus canciones son historias de la vida real”. Para orientar la catarsis colectiva el profesor volvió sobre el tema anotando: “Las canciones de Diomedes son una fuente para conocer el alma colombiana. Diomedes Díaz fue un monumento a la cultura popular”.

Sobre sus minutos finales, la BBC Mundo, que cita como fuente a su mánager, José Sequeda, informó que “el músico falleció poco después del mediodía”, cuando dormía en su casa de Valledupar. Como lo evocamos anteriormente, la manera como murió Diomedes es sin duda un guiño a los versos de “Sueño triste”. Ésta es una de las canciones que lo convirtieron en reverendo de la secta de tarambanas, que ya, rendida a sus pies, cantaba cuando sus canciones no se escuchaban más allá de los lugares, a donde llegan las ondas hercianas de las emisoras de la frecuencia AM del CARIBE colombiano:

He tenido un sueño raro y triste donde la muerte me ha llamado
Yo recuerdo que le dije: déjeme viví otros años

Desafortunadamente en esta ocasión la muerte no aceptó ningún pacto con el cantor. Éste, al contrario de aquella ocasión, no despertó llorando como en el sueño raro y triste que narra el paseo. En secreto el misterio de la muerte se consumó. Su vuelo al más allá, en medio de los festejos de fin de año, dejó en la orfandad a una “tribu de fanáticos” que no se cansó de lamentarlo y de gritarle “al mundo” durante su funeral “lo mucho que extrañarán al artista”. Abatido por la congoja varios de sus seguidores escribieron en las colillas de comentarios de los periódicos virtuales y en las redes sociales: “¡Diomedes, te tiraste la navidad, viejo man! Por tu muerte la fiesta de fin de año será un velorio”.

Sobre la coincidencia azarosa y funesta de su funeral con la fiesta de Nochebuena, Alfonso Hamburger sostuvo que de todas las bromas de Diomedes, a quien le gustaba jugarle bromas a la gente, “la última”: morirse en navidad, fue la “más dolorosa”. Por ese chasco, durante las festividades decembrinas el Valle y la música de acordeón estuvieron de luto. Su fanaticada y su morena lo lloraron de manera desconsolada mientras era sepultado el 25 de diciembre. En la radio y en las fiestas no sonaba del mismo modo “Mensaje de Navidad”, canción que en los barrios populares, los caseríos y los villorrios del Caribe colombiano es más popular que cualquier villancico centenario. Por causa de la partida inesperada del Cacique de la Junta fueron pocos los que cantaron colmados de la alegría:

Unos dicen: “Qué buenas las navidades
Es la época más linda de los años”

Como Vadinho, el personaje central de la novela de Jorge Amado Doña Flor y sus dos maridos, Diomedes ha muerto en pleno festejo. Para despedirlo el país entero ha parado por un instante la parranda. A su sepelio han concurrido por igual —con evidente rictus compungido— los buenos y malos hijos de la patria. Sin saludarse, se han detenido en silencio un minuto delante de su féretro para encomendarle su alma a Dios. Parafraseando un párrafo de la novela de Amado podría decirse que durante el festejo, en el Cesar y la Guajira, en señal de duelo, en los edificios públicos, en los clubes de la gente bien y en los burdeles de buena y mala muerte, la bandera nacional se izó a media asta.




lunes, 29 de septiembre de 2014

Diomedes Díaz: el espantapájaros que conquistó un anaquel en la historia de Colombia

Por: Enoin Humanez Blanquicett

La vida de Diomedes Díaz no deja persona indiferente. Quienes se detengan sobre la figura del artista podrán constatar que éste “cantaba y componía con el alma, sentía lo que hacía, era auténtico”, como bien lo advirtió el abogado Abelardo de la Espriella. Quienes miren al ser humano encontrarán a un hombre que vivió una vida “desmesurada y desordenada”, como lo resaltó Alberto Salcedo Ramos. Mirada desde la óptica del puritanismo su vida privada puede ser catalogada de inmoral. Quienes la miren desde la perspectiva del éxito social descubrirán en él un individuo con talentos superlativos, que habiendo salido de la nada alcanzó el pináculo de la fama. La condición dual del personaje: esas dos caras que se pueden apreciar al mismo tiempo desde cualquier perfil, hacen que su recorrido vital no sea un tema fácil de abordar desde la perspectiva de la simple biografía.

Para poder mostrar todos los matices que se esconden detrás del hombre de manera justa, aquellos que quieran ocuparse de su paso por el mundo de los mortales deben sentirse tentados a abordar sus vivencias más desde el ámbito de la crónica literaria, la novela social o el ensayo socio-filosófico. Escribir sobre Diomedes desde la biografía es correr el riesgo de amputar su historia personal de los pasajes, que nos podrían ayudar a entender por qué fue quien fue a pesar de todo. Resaltar una sola cara de la moneda puede desembocar en su demonización o en su idealización. Enfocarse en la vida controvertida y escandalosa del artista sería un acto de simple populismo moralista, que llevaría a la reducción de su legado artístico a la mínima expresión. Concentrarse en la genialidad artística que lo caracterizó y pasar por alto sus tropelías es una actitud permisiva y sobreprotectora que le impediría a las nuevas generaciones aprender de los errores de quienes las precedieron. En tal sentido, quien escriba sobre Diomedes debe tener clara una cosa: fue un hombre de su tiempo y un producto de su medio. Por eso es uno de los iconos más excelsos de la sociedad en la que nació, se reprodujo y murió.

Sobre lo anterior vale retomar los conceptos de César Rodríguez Garavito, para quien Diomedes es una metáfora que resume correctamente la cultura nacional. Según Rodríguez Garavito, Diomedes sintetizó de manera correcta “la colombianidad”, que consiste en un “mezcla de gozo y violencia, de celebración y maquinación”, y —por qué no decir— de propensión al vicio y a la pacatería santurrona. Esa mezcla explosiva ha hecho de Colombia “al tiempo una de las sociedades más felices y una de las más violentas del mundo”. En ese orden de ideas Diomedes Díaz fue, paradójicamente, uno de los pocos colombianos de su tiempo que tuvieron la capacidad de “soldar esa amalgama idiosincrática, esa perplejidad sociológica” que es Colombia en un solo concepto. La letra de sus canciones y su voz le hablaban a los colombianos de todas las regiones y “sus melodías ponían a bailar a colombianos de todo tipo”. Eso lo convirtió en el tenor mayor del coro, que consolidó al “vallenato como la banda sonora nacional”.

En lo que concierne a su lugar en la historia del vallenato, Diomedes fue y será por mucho tiempo, al lado de Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Rafael Orozco y Alberto Sabaleta, una de las seis figuras iconográficas de esa música. En ese grupo comparte con Rafael Orozco Maestre el reinado de la popularidad en las preferencias del público. Cuando Diomedes llegó a la escena musical vallenata a finales de la década de 1970, Oñate, Orozco y Zuleta ya habían consolidado un nombre y un público a lo largo y ancho del mundo rural y semiurbano de la costa atlántica, así como en las ciudades secundarias de esa región colombiana.

En materia de público, Rafael Orozco, “la voz más pura del vallenato” en opinión del sociólogo y cronista Alfredo Molano Bravo, se convirtió a lo largo y ancho del país en el preferido de la población femenina y de la clase media urbana educada, que comenzó a declararse discretamente amante del vallenato. En cuanto a Diomedes, éste se volvió el ídolo de todos los parranderos y juerguistas, al igual que de aquellos místicos, que amaban su entrega a la hora de cantar. La popularidad de Diomedes, así lo destaca Erminio Mestra Osorio, creció gracias a que él fue de los pocos que comprendieron la verdadera forma como “debe cantarse el vallenato, como debe sentirse el vallenato”.

En cuestión de estilos, mientras Orozco se consagró como el cantante que le proporcionaba a las canciones que portaban mensajes amorosos una aureola de romanticismo, que le daba credibilidad al idilio, Diomedes se consagró a su turno cantando canciones que le rendían culto a la vida perdularia, que exaltaban la altivez masculina en los momentos de crisis amorosas, que llevaban declaraciones de amor a través de discursos festivos, que siempre compuso para su esposa, o relatos que exaltaban la vida de uno que otro personaje del malevaje.

Ese es el caso de la canción “Lluvia de Verano. Según el cronista Fredy González Zubiría esta canción fue compuesta por Hernando Marín Lacouture en honor de Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, un campesino guajiro que “gracias a la marihuana” había hecho fortuna. En su discografía, de todas las canciones de esa orientación, la más celebrada y reconocida es el paseo el Gavilán Mayor, compuesto también por Hernando Marín Lacouture. La canción rinde homenaje a Raúl Gómez Castrillón, un hombre cuya fama se labró en medio de los negocios ilícitos, pues la marihuana lo sacó de la miseria, lo subió al trono y lo coronó como uno de los caporales del malevaje en la frontera entre Colombia y Venezuela.

Proveniente de un campesinado que había usado al vallenato, desde tiempos inmemoriales, como instrumento de catarsis social, que le permitía rumear sus cuitas, burlarse del poder estatal, insultarse y decirse sus cuatro verdades sin matarse, o reclamarle a Dios por la manera desproporcionada como repartió la riqueza en el mundo, el mafioso guajiro y vallenato encontró en la música de sus ancestros el medio ideal para contarle al mundo su epopeya. En un país donde las incipientes casas disqueras estaban más interesadas en encontrar la estrella que hiciera brillar el rock y la balada nacional en el contexto iberoamericano, o el cantante de salsa que se equiparara con las figuras de Puerto Rico y Nueva York, el mafioso se convirtió en el mecenas de un género musical sin padrinos en la industria fonográfica.

De ese modo, la bonanza de dinero que trajo el comercio de marihuana benefició —directa e indirectamente— a los conjuntos vallenatos que emergían. En un reportaje sobre la vida del Gavilán Mayor, El Diario del Norte deja constancia de la manera como los negocios turbios de la bonanza marimbera abrieron para los artistas vallenatos “una puerta muy grande”, que los llevo a hacer indirectamente “causa común con el comercio de la droga”. En tal sentido podría asegurarse que no es un secreto que —a través de sus parrandas— los varones del tráfico de marihuana financiaron el ascenso de muchas de las grandes glorias del vallenato pues éstos, como en el caso del Gavilán Mayor, eran amigos personales “de músicos y compositores”.


La locura generada por la bonaza marimbera en el campesinado guajiro financió, como lo resalta González Zubiría, la composición de melodías que exaltaban los nombres de los nuevos ricos. Estas canciones fueron adoptadas como cantos triunfales “por toda una generación de guajiros y costeños”, pues eran los himnos “del marimbero triunfante”, representado en el “campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. Igualmente ese vallenato era también el canto de los muchachos de los municipios y ciudades secundarias de la costa, que salían a terminar el bachillerato en Barranquilla, Cartagena, Medellín o Bogotá o a estudiar en la universidad.

En síntesis, en la Costa Atlántica el vallenato se convertía en la música de una clase media que emergía en las ciudades terciarias a través del estudio o a través del empleo asalariado, y de una clase rica marginal que surgía a partir de un campesinado pobre que encontró en el tráfico de drogas la ruta del ascenso social. Pero, ¿por qué se convertía el vallenato en la música de los grupos sociales emergentes y por qué Diomedes subía al cenit de la fama con ellos?

Al responder esa pregunta, si bien habría múltiples razones que se podrían evocar, en esta ocasión nos vamos a detener en una. Al momento de la irrupción de Diomedes en el mundo del disco, si tomamos como ciertas las consideraciones de García Márquez en su crónica “Valledupar, la parranda del siglo”, “las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y, si acaso, muy buenas para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes”. En las ciudades con tradición industrial o portuaria: Medellín, Bogotá, Cartagena, Barranquilla, Bucaramanga, y en menor grado Buenaventura y Santa Marta, el esnobismo de los grupos de clase media, urbanos, educados o no y obrera, los llevaba a despreciar los ritmos terrígenos, como el vallenato o el mapalé, y a rendirle culto a la balada, el bolero, la salsa y el rock. De ello da bien cuenta la bloguera Marley Jaramillo, quien sostiene —sin poner en evidencia sus fuentes— que en Barranquilla, hasta antes de la construcción del Puente Pumarejo, “prácticamente no se escuchaba vallenato”.

Hasta el comienzo de la década de 1970, así lo sugiere el autor del blog mis deberes, el barranquillero se consideraba habitante de una “ciudad salsera por excelencia”, cuyos habitantes tenían “más en común culturalmente hablando con un cubano, un puertorriqueño, un panameño, que con un vallenato”. Para este bloguero, en aquellos tiempos no eran pocos los barranquilleros que consideraban que el vallenato “no pertenecía a la música costeña típica de nuestra región caribe”. Sobre el tema aún hay quienes siguen expresando en foros de Internet, como “La-salsa-y-solo-salsa”, que Barranquilla perdió su talante y tradición salsera porque “la mayoría de jóvenes barranquilleros son hijos de personas que se vinieron a nuestra ciudad de pueblos, corregimientos y veredas donde el vallenato impera por doquier y donde la única emisora que llegaba con potencia y claridad era Radio Libertad, con su cargamento de música saturada de acordeones y con locutores, en su mayoría, con orígenes, dialectos y cultura vallenata o sabanera”.

La situación en Cartagena era similar a la de Barranquilla. Allí, en general hasta antes de la aparición de las cinco figuras iconográficas del canto vallenato, pero particularmente de Rafael Orozco y Diomedes Díaz, el vallenato era visto, tal como lo anota Marco Fidel Vergara Seña (p. 32), como una “música de campesinos elementales pastores analfabetos y gente de mal vivir”, un género sin clase “que animaba parrandas en el patio trasero de la casa de putas o la fonda del camino”. Hasta antes del Festival Vallenato, esta música estaba proscrita hasta en el Club Valledupar, donde la “alta sociedad lo miraba con desconfianza, como cosa de negros y de pobres”.

El grupo de cantantes de la generación de Diomedes, al lado de una nueva generación de letristas, compuesta básicamente por muchachos que habían salido a estudiar a universidades de Barranquilla, Bucaramanga y Bogotá, y de acordeoneros que tomaron el puesto de la generación que dio origen al mito de Francisco el hombre, hizo del vallenato un referente nacional. Como la subraya Tatiana Acevedo, esta nueva generación “conformó grupos vallenatos, los uniformó con pintas de colores y los llevó de feria en feria, de caseta en caseta hasta El Show de las Estrellas” de Jorge Varón.

Sin embargo, al contrario de los hermanos Zuleta, herederos de la fama de un acordeonero y letrista reconocido y de Rafael Orozco, un mestizo blanco con perfil gracioso, que se convirtió, como lo destaca Javier Ortiz Cassiani, en el ídolo del público femenino, Diomedes no tenía, aparte de sus deseos de cantar, su habilidad para componer y su voz, algo que atrajera la atención de la gente a primera vista. En adición, la malaventura lo llevó a perder un ojo y un diente antes de llegar a la adolescencia.

La pobreza material —y su deseo de ser reconocido— lo llevaron a valerse de los dones que el Cielo le deparó para ganarse la vida y ayudar a su familia, mientras la mayoría de los muchachos de su edad iban a la escuela sólo a estudiar. Como lo documentó Salcedo Ramos, en esa brega, el canto y su habilidad para versear fueron su herramienta de mercadeo, cuando “a sus once años era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza” en Villanueva. De no ser por sus deseos de gloria y por la confianza que depositó en él un número reducido de coterráneos —y contemporáneos— suyos, Diomedes no hubiese llegado, como se dice coloquialmente —en Colombia— a ningún Pereira.

Sostiene Félix Carrillo Hinojosa que al comienzo de su carrera el cantante fue descalificado tajantemente por Rafael Mejía, un alto directivo de Codiscos, una de las compañías disqueras mejor posicionadas de la época, con un juicio inapelable y demoledor: “más canta un pollo al horno”, dijo al oírlo y despidió al emisario, que le llevó un casete con la voz del aprendiz de artista.

Sin embargo, el deseo de alcanzar la gloria y de entrar en la historia lo llevaron a no cejar en su empeño por hacerse a un espacio —o de un espacio— en el universo vallenato. De la vida marginal y pobre que llevó en la niñez abunda en algunas entrevistas: “Soy un campesino neto”, en mi niñez “yo hice de todo” porque “en la casa éramos muchos y la comida no alcanzaba para todos”. La ruta que lo condujo al estrellato está relatada en varias de sus canciones: “Mi muchacho” y “Mi vida musical”, entre otras. Su habilidad para usar su pasado de manera positiva, como recurso guía en la búsqueda de la meta que se propuso, hace de Diomedes Díaz un tipo con una conciencia histórica fuerte, clara y dialéctica. Como lo resalta Jorge Vázquez, si de algo dejó constancia Diomedes Díaz fue de su voluntad por superar las condiciones adversas en las que nació.

De esa conciencia histórica y del deseo de superar sus orígenes da fe en una frase que lanzó de manera inconsciente en una de sus últimas entrevistas: “La verdad, sé de dónde vengo, no pienso mucho para dónde voy”. Esa idea de no saber hacia dónde va, a pesar de tener claro lo que quiere ser, fue quizás la razón que lo llevó a vivir su vida de manera “desordenada” sin pararle muchas “bolas a los cuentos callejeros”. Indiscutiblemente la vida del cantante está bien resumida en la filosofía del número “Parranda, ron y mujer”, de Rumaldo Brito, en el que el espíritu de la canción toma posesión del espíritu del artista y éste canta, sin ningún cargo de conciencia:

Yo gozo mi vida y otro que la sufra
Porque con lamentos no se gana nada
Soy como me hizo mi mamá
yo hago lo que a mí me gusta
Aunque la gente critique mi vida desordenada

La conmoción social que esperaba que causara en la sociedad su partida del mundo de los vivos, elemento que sale a relucir en otra de sus frases: cuando muera “ojalá me dejaran sacar la cabeza un ratico para ver el poco de gente que viene a mi entierro”, es otro guiño que nos indica el deseo fuerte que tenía Diomedes de ocupar un anaquel en la historia de su tiempo y de su nación. Ese deseo de convertirse en un personaje histórico, que ocupa un sitial al lado de los personajes más importantes de su época, adquiere una dimensión ontológica en la canción “Muchas gracias”. Allí, mientras le hace una elegía a su fanaticada, el compositor que habita el alma del cantante identifica el grupo de personalidades al lado de las que quiere situarse en el mosaico de la historia de la cultura nacional. Por eso dice sin ningún rodeo:

Vivo orgulloso como todo colombiano
De ser cultor de las cosas más bonitas
Como Escalona, García Márquez y Obregón
Y como Botero el que pinta las gorditas
¡Ay! como el Pibe, Tino Asprilla y como Higuita
Y Lucho Herrera el campeón de los ciclistas
La llevo del alma prendida
A toda mi fanaticada
Y el día que se acabe mi vida
Les dejo mi canto y mi fama

Los versos de esa canción precisaron, con claridad meridiana, el sitial que quería ocupar el cantante en el seno de la historia de su país cuando ya no estuviera entre los vivos y las acciones por las que quería ser recordado. Revisando la obra musical de Diomedes Díaz podría decirse que, a través de sus composiciones, aquel campesino que no alcanzó a terminar el bachillerato se esmeró, como diría el novelista Milan Kundera, por trabajar minuciosamente en la preparación de su inmortalidad. Ese deseo estuvo alimentado por la eterna preocupación que le generaba el asunto de “la insoportable levedad del ser”. El tema salió a relucir en una entrevista con Ernesto McCausland. En esa ocasión abrigó la esperanza de que cuando llegara a viejo la ciencia ya hubiese vencido la muerte, para convertirse en “inmortal”.

En fin, la de Diomedes son varias historias al tiempo. Esas historias tuvieron como protagonista a un individuo que comenzó su vida laboral en plena niñez, espantando pájaros en cultivos ajenos, pastoreando chivos y cabras que no eran suyas, vendiendo fritos en las puertas de los colegios y cantando canciones propias y ajenas, para conseguir el centavo que permitiera completar cotidianamente el peso, que le permitiera a sus padres levantar decentemente una prole numerosa. Como lo destaca Jorge Vásquez, la suya es “una increíble historia de superación personal que él musicalizaba para que la comprendieran mejor”.

En la Costa Atlántica, Diomedes Díaz entró —por méritos propios— en el grupo de los 10 personajes más importantes de la historia regional durante el siglo XX. Allí tiene un lugar al lado del escritor Gabriel García Márquez, el músico Lucho Bermúdez, el industrial Julio Mario Santo Domingo, el pintor Alejandro Obregón, la coreógrafa Delia Zapata Olivella, el boxeador Antonio Cervantes, la cantautora Estercita Forero, el guerrillero Jaime Bateman Callón y el sociólogo Orlando Fals Borda.


El que tome la arista positiva de su historia tendrá un relato idílico, con un final feliz pero forzado. El que tome la arista negativa se encontrará, de frente, con un individuo que se complació de vivir su vida, fiel a la divisa de “parrandas/ron/drogas y mujeres”, porque —así lo dijo él mismo— dentro de la “vida artística (...) las drogas son algo normal”. El asunto leído de manera cruda y sin matices puede resultar, a todas luces, chocante. Cuando se anda a caballo sobre las dos caras de la moneda, al final, como le dijo su propio padre el viejo Rafael Díaz al cronista Alberto Salcedo Ramos, un hecho sale a relucir: al principio Diomedes “era un buen muchacho, pero la gente me lo dañó”.

viernes, 22 de agosto de 2014

DEL 15 AL 19 DE OCTUBRE LA 36 VERSIÓN DEL FESTIVAL CUNA DE ACORDEONES HOMENAJE A HERNANDO MARÍN LACOUTURE Y A CARLOS VIVES - EGIDIO CUADRADO


En 1979 nació la versión actual del Festival Cuna de Acordeones. En casa de la señora Gloria Socarras de Maestre se reunió un grupo de jóvenes estudiantes del ilustre Colegio Nacional Roque de Alba, ese grupo de colegiales inquietos y folcloristas estaba integrado, entre otros que se recuerdan, los hermanos Limedes y Rosendo Romero, Mercy Fernández, Dairo Sierra, Javier Romero, Alberto Borrego, Arnoldo López, Iván Rosado, Enalba Rosado, quienes lograron idear la realización del evento que se constituye en la manifestación cultural más importante de villanueva.

El Festival Cuna de Acordeones goza de especial renombre por ser un celoso vigilante de la pureza en la interpretaciónde la música vallenata. Este festival cuenta en el concurso de acordeoneros con una categoría única en los festivales vallenatos denominada: Primaveras del ayer; en ella los acordeoneros de mayor edad de nuestro folclor (más de 60 años) y que son autenticas “leyendas vivientes” se enfrentan en una sana contienda musical, interpretando los cuatro aires tradicionales del vallenato (paseo, son, merengue y puya).

Pero además, el “Cuna de Acordeones” en el año 2007 adoptó en medio de una gran polémica un quinto aire reglamentario en el concurso de acordeoneros en las categorías profesional, aficionado, juvenil e infantil denominadoRomanza vallenata, el cual, al margen de la discusión existente entre si es o no un quinto aire del vallenato, los villanueveros reglamentaron para conservar el paseo tradicional y para darle espacio al denominado vallenato lírico que internacionalizó la música vallenata.

CONCURSOS

En el Festival Cuna de Acordeones se premia a los participantes en los siguientes concursos:

·         Primaveras del Ayer
·         Acordeón Profesional
·         Acordeón  Aficionado
·         Acordeón  Juvenil 
·         Acordeón Infantil
·         Canción Inédita
·         Piqueria

RITMOS / AIRES

Los ritmos o aires que se interpretan en el acordeón son:

·         Paseo
·         Mrengue
·         Son
·         Puya

·         Romanza

martes, 19 de agosto de 2014

LA HUELLA DE JUANCHO ROIS

Abel Medina Sierra (Circulo CORALIBE)

Eran los años de la eclosión, eran tiempos en que nuevos lenguajes emergían,   soplaban vientos de cambio y ramalazos de frescor en la canónica andadura de la música vallenata, encorsetada desde instituciones como el Festival Vallenato y por algo mucho más poderoso: la tradición. Eran los esplendorosos finales de los 70`s. Imperaba en la música provinciana una escuela cuya impronta tenía la rutina de Luis Enrique Martínez, para los entendidos el más influyente de todos los músicos de éste  género de la música popular. Afloraban los epígonos del Pollo Vallenato con su estela de aires parranderos y un profundo apego a la raíz más tradicional: Colacho Mendoza, Emiliano Zuleta, Los Hermanos López, Emilio Oviedo, Rafael Salas y el recién encumbrado, Raúl “Chiche” Martínez. Ellos   acentuaban la hegemonía  de un estilo cuyos perfiles ya parecían bien definidos, el canon vallenato era ineluctable: se toca como  Luis Enrique, se toca como la tradición festivalera impone.

Algunos estilos que exploraban sonoridades y formatos distintos solo recibían aplausos en ámbitos distantes: Alfredo Gutiérrez se preocupaba por abrir espacios en el carnaval de Barranquilla para un híbrido entre tambora y vallenato; Calixto, Enrique Díaz, Andrés Landeros, Julio de Ossa y Miguel Durán se agazapaban en un público muy localizado en las sabanas y zonas ribereñas del Caribe colombiano. Se apagaba Alejo, Luis Enrique, Pacho Rada  y Abel Antonio en la modorra de la vejez.

En la provincia sur de La Guajira se produce una verdadera eclosión de figuras no solo del  acordeón sino del canto y la composición. Desde Villanueva, Israel Romero, quien había surgido en un formato muy apegado al canónico y tradicional comenzaba a explorar nuevas sonoridades. Pacho Rivera  sorprende con un estilo muy parecido, luego lo haría Orangel “Pangue” Maestre y Jesualdo Bolaños con un estilo cimentado en el del Pollo Isra  pero con sus propios ingredientes. En este marco es que surge también Juan Humberto Rois, “Juancho” o “El fuete” como se le denominó inicialmente. Tras ellos vinieron otros, la trocha se ensanchaba y por allí surgió una nueva vertiente, la tradición renovaba su ropaje por el impulso creativo de los provincianos, estábamos asistiendo al nacimiento del periodo más prolijo de la música vallenata.

Juancho Rois había seguido desde temprano la influencia de Israel Romero, tanto con el Pollo como con sus coetáneos compartía la savia común de un impulso renovador, de un afán creativo, de un desanclaje generacional. Conocían bien la tradición, habían bebido de Alejo, Luis Enrique y de MileZuleta, tenían frescos los referentes de los Zuletas, los López y Colacho, habían descubierto el brioso encanto de los pitos frenéticos de Alfredo Gutiérrez y su ráfaga de notas. Pero debían ser protagonistas de su tiempo, sin un manifiesto previo  emprendieron una gesta que coronó al vallenato de su plenitud musical: para muchos melómanos y músicos desde 1976 hasta 1982 se concibieron las mejores producciones de la historia discográfica del vallenato.  

Algunos factores han podido incidir en este próspero boom del vallenato. La figura del acordeonero se especializa y se cualifica en la ejecución al separarse la función del canto y erigirse la figura del vocalista. Se adquiere más conciencia del oficio al dedicarse el músico, exclusiva,  y profesionalmente  a este oficio y no como lo hacían ciertos juglares que eran músicos pero también peones, finqueros, agricultores o vaqueros. Al surgir figuras con tantas cualidades  vocálicas como Diomedes Díaz, Silvio Brito, Rafael Orozco, Beto Zabaleta, Ivo Díaz, Daniel Celedón, Adaníes Díaz (todos contemporáneos de este movimiento), se pone en exigencia y en cualificación el trabajo del acordeonero. Son voces coloridas, algunas de ellas distintas y distantes al estilo de voz estentórea, a veces estrepitosa como imperaba entre sus antecesores (Jorge Oñate, Miguel Mora, Armando Moscote, Poncho Pérez son fieles ejemplos). Se produce un ensanchamiento de la conciencia estética del acordeonero quien no solo se preocupó de su propia ejecución sino que comenzó a pensar integralmente: ahora se preocupaba de cómo sonaba el conjunto, emerge el acordeonero que es al mismo tiempo arreglista director artístico, productor. Se acentuó el diálogo intergenérico en esta generación de músicos: quienes conocen de cerca  la vida musical de Israel Romero y Juancho Rois afirman  que éstos dedicaban muchas horas a escuchar y “aprender” de otros géneros musicales de distintas culturas.    

Juancho emerge en 1977  con el álbum “El fuete”, la voz encumbrada de Juan Piña encontraría en las notas de Juancho el marco propicio para una joya antológica de la música vallenata. La unión había sido propiciada por su padrino musical: Israel Romero. Un Juancho inagotable, un ciclón de notas que ponía a prueba al fuelle mágico. Un Juancho que pedía escenario para sus florituras y arpegios, que aprovechaba cada preludio, interludio o coda para sus giros melódicos. Con sus nuevas producciones “La locura” (con Diomedes Díaz, 1978) y  “La fuetera” (con Elías Rosado, 1979) reafirma que era un acordeón impredecible, ya no se podía hablar de rutina, el imperio del “hamaqueo” y el “pique” estaba naciendo. Juancho exacerbaba el estilo de su generación: los transportes y puentes, una permanente exploración de los teclados en búsqueda de nuevas sonoridades como en los doblajes, mayor velocidad en los pitos, un acordeón que no deja silencios, que liga cada frase musical, que combina con gracia los melódicos y armónicos, un estilo que usa las traducciones intrasistémicas y los contrapunteos.

Esta generación privilegió “el pique” como recurso de virtuosismo. Ya ante Alfredo Gutiérrez y Aníbal Velásquez habían demostrado que en la rapidez para digitar el teclado estaba una de las más preciadas potencialidades del acordeonero vallenato. En 1978  cuando Alfredo Gutiérrez se erigiría por segunda vez como Rey del Festival de la Leyenda Vallenata, su interpretación de la puya La Fiesta de los pájaros de Sergio Moya Molina, imprimiría lo que sería un nuevo canon: la puya sería desde entonces un ritmo frenético, intenso, de tiempo acelerado y  mucha rapidez digital. Tanto Juancho Rois como  Pangue Maestre, Gabriel Julio, Julio Rojas u Omar Geles   harían gala de su sorprendente rapidez en sus participaciones en los festivales vallenatos.

La denominación de pique alude precisamente a esta condición de  nota aguda, rápida, lancinante como certero golpe de espuela del Pollo Isra o Isma, del Canaguey Pangue Maestre,  como un latigazo del fuete o la punzada de “la pringamosa” como solía Jorge Oñate exaltar a Juancho en sus presentaciones. Pero este estilo “picado”, como todo lo que desafiara la tradición y antes de que operara el principio de Debussy según el cual, en la música,  “lo que hoy consideramos disonancia, será la consonancia del mañana”,  sería despectivamente denominado por las posturas tradicionales y conservacionistas como “firifiri”,    

La generación de Juancho Rois le dio un matiz más alegre, festivo y bailable a la música vallenata. “Al vallenato siempre la faltó un  aire alegre, la puya es rápida pero muy limitada melódicamente, por eso nace el paseo rápido” sostiene Beto Murgas, precursor de esta variante del paseo. El esplendor de Beto Murgas y  epígonos como Romualdo Brito, Luis Durán Escorcia, Jeiman López, Freddy Carrillo fue abriendo espacios para un formato más bailable, ligero, rítmico y gozón que  a su vez exigía un acordeón  que incitara al baile y al cambio de velocidades y tiempos, que invitara al “jamaqueo” (prótesis de hamaquear o “mecerse como una hamaca). Allí Juancho Rois encontró un terreno propicio para encumbrar su estilo y  comenzar a crear su impronta musical como vía de ganar protagonismo en una generación o periodo. La exploración de un vallenato más bailable, rápido y alegre también incitó a acordeoneros de esta generación a buscar en ritmos como las tamboras de río, el baile cantao, el chandé, la cumbia, el porro o el merengue dominicano el sustrato festivo, carnavalero y sincrético que hoy han apropiado las nuevas generaciones de músicos vallenatos para enriquecer y variar su repertorio, en especial, para responder e interpelar a nuevos públicos.    

Pero esta generación también encontró una semilla lírica sembrada desde la nostalgia de Gustavo Gutiérrez, el desgarramiento de Freddy Molina,  la contemplación romántica de Octavio Daza, el consciente y refinado mundo azul de Rosendo Romero o la épica romancera de Fernando Meneses, Roberto Calderón o Rafael Manjarrés. La variante que algunos han denominado como Paseo lírico y otros como Romanza vallenata  trajo nuevas exigencias para los acordeoneros. Como lo reconoce el maestro Pacho Zumaqué, con el paseo lírico: “se amplía el espectro melódico, surgen irregularidades antes inexploradas, se enriquece la exploración del teclado,    la armonización y  lo organológico se amplía”. Israel Romero, Juancho Rois o Pangue Maestre también contribuyeron a definir los contornos de esta variante formal del paseo que hoy se consagra como un periodo fecundo y creativo de la música vallenata, el periodo que permitió el tránsito de un compositor de conciencia oral y rural a uno de conciencia escrita y urbana.

Juancho demostró su capacidad para asimilar su estilo al de voces tan tradicionales y de escuelas precedentes como de La Jorge Oñate. Al lado del jilguero  dejó preciadas muestras de virtuosismo,  la caseta fue  el escenario del desfogue; allí, libre de la dictadura del metrónomo y las directrices de los ingenieros de sonido,   encontró la ancha  playa donde podía campear su pique brioso, sus interludios generosos, sus libérrimas  “fajadas”. “La contra”, “La gordita”, “El estilito”  tenía un color y un sabor  más festivo, virtuosamente  improvisado en la caseta que en el registro fonográfico, el sabor que ponía a mecerse a los bailadores, el sabor del “hamaqueo”.

Con Israel Romero compartió el escozor por el hibridismo musical. Le llegaban  lenguajes incitantes desde la salsa o el merengue, el Caribe y su atávica influencia invitaban al diálogo musical. Compartió con el Grupo Guayacán el experimento de la  denominada “salsa folclórica”, un híbrido entre salsa y paseo vallenato que tuvo un ligero repunte a inicios de los 90´s. Como lo había hecho en los 60´s Luis Enrique Martínez con canciones como Dijiste vida mía y lo había ensayado Israel Romero con Wilfrido Vargas, Juancho nos legó apenas un retazo de su sueño musical: la exploración intergenérica.  Precisamente, en el último producto discográfico de Juancho Rois   “Su gran sueño: el vallerengue”  dio muestras de un proyecto aplazado y trasnochado que  lo dimensionaría como artista integral aunque abriera fisuras para que los puristas locales descalificaran su atrevimiento pues se interpreta esto como una traición a la tradición vallenata.

En la música vallenata impera el canon y el corset de la tradición. Juancho ya lo había experimentado en 1991 cuando Julián Rojas tuvo el voto del jurado aunque se hubiera llevado el del público que bailó exultante de entusiasmo. En el Festival de la Leyenda Vallenata, como en la mayoría de estos eventos de legitimación y conservación folclórica, se gana si se revalida la tradición, la rutina del Pollo Vallenato Luis Enrique Martínez es la plana que todos deben seguir ineluctablemente.   Cada año de repiten los mismos arreglos, las mismas canciones, los mismos formatos “avalados” por la tradición y las instituciones que la garantizan (valga decir los organizadores de festivales, jurados, las élites y los gurúes de la vallenatología). El acordeón de Juan Humberto Rois sonaba distinto: “sonaba a caseta” diría un purista, sonaba con la sabrosura del “jamaqueo”, era una invitación al baile, al vaivén; era una yuxtaposición  de giros impredecibles. Su presentación  desafiaba el canon y así lo sentenció el jurado: la puerta estaba cerrada para nuevos estilos. 20 años después esa puerta sigue cerrada para quien trate de subvertir el canon, la lección fue aprendida por los demás acordeoneros; a los jóvenes que hoy disputan la preciada corona del Rey Vallenato  le está implícitamente  prohibido participar con el repertorio, el formato organológico, el estilo y los arreglos contemporáneos, con lo  que  construyó su generación. Como Juancho Rois, son víctimas del anacronismo festivalero, deben tocar la música y el estilo de sus padres o  abuelos.

Los años que precedieron la trágica muerte de Juancho Rois serían testigos de una ruptura en el cordón umbilical que ataba a Juancho con su gran coetáneo y precursor, Israel Romero. La muerte repentina de Rafael Orozco  obligó al villanuevero a recurrir no solo  a nuevas voces sino a un formato urbano, lírico y sensiblero. El Binomio de Oro, la agrupación que más se destacaba en el formato de música bailable y ligera  ahora buscaba un nuevo mercado: el del público andino, venezolano, paraguayo y mexicano. La nueva pista de sus éxitos les impuso un cambio de formato y su líder, el Pollo Isra se ancló, desde entonces, en un estilo sosegado, predecible,  lírico, monoritmico que aún mantiene.

Este distanciamiento terminó instaurando una separación de estilos entre Israel y Juancho Rois, quien seguiría en su senda del pique, el jamaqueo y el tono festivo. El tiempo terminó señalando cuál de los dos estilos generaría mayor impacto en las generaciones posteriores. Ocurre entonces lo que análogamente había sucedido entre dos grandes amigos y colegas: Alejo Durán y Luis Enrique Martínez. Desde su aparición en la escena discográfica evidenciaron estilos diferentes. Alejo recibiría los lauros de la fama que no fueron igual de generosos con el Pollo Vallenato. Alejo era la figura tutelar, el símbolo patriarcal, el estandarte del vallenato autentico, del sustrato folclórico, de la condición vaquera del vallenato. Mientras Alejo animaba parrandas en el Palacio de Nariño o ante las élites de Valledupar, era entrevistado por Juan Gossaín,   o viajaba a otro país en delegación cultural, Luis Enrique gozaba de un doméstico prestigio parroquial en un pueblo anfibio o una finca perdida en los meandros de Bolívar o la zona de Ariguaní.      

Sería la justicia, sentada en la larga banca de Clío, que terminó posteriormente dándole la grandeza a Luis Enrique. Su estilo se hizo hegemónico, su impronta terminó volviéndose canon en los festivales. La herencia que recogió el Pollo Vallenato aún rinde tributos: grandes acordeoneros posteriores apropiaron y prolongaron su estilo: los hermanos López,  Colacho Mendoza, Chiche Martínez, Cocha Molina y otros más recientes como Saúl Lallemand.  Alejo apenas se prolonga en la figura de Enrique Trujillo, “El sucesor”. Igual sucedería entre Israel Romero, cuyo estilo hoy poco incita a los nuevos acordeoneros para inscribirse en su escuela mientras Juancho goza del privilegio de la cosecha y de una escuela atiborrada de sucesores.

La  huella  de Juancho es la que perdura y augura éxitos, es la misma impronta que hoy revalidan y explotan los acordeoneros de la llamada “Nueva ola”, es el recurso que imprime alegría, gozo, frenesí;  es el ingrediente rítmico- melódico que pone a “jamaquear” a los bailadores y exacerba el entusiasmo. El estilo de los acordeoneros contemporáneos  se condimenta con recurrencias a la manera como Juancho Rois solía imprimir ese inefable sabor a provincia a sus arreglos. Aunque cada uno de estos músicos guarden variantes de su propia cosecha, la huella de Juancho funciona como un ancla que articula los recursos de la propia cosecha y las influencias externas o intergenéricas tan comunes en los formatos híbridos del vallenato contemporáneo,  

En la influencia de Juancho Rois aparece un paisano y discípulo suyo como dínamo y diseminador estilístico. Se trata de Franco Arguelles Coronel, fue capaz de potenciar la estética del jamaqueo, de depurar esa fragmentación, la discontinuidad y la imprevisibilidad que “El fuete” había fundado. En sus dos producciones, al lado de Peter Manjarrés (“Estilo y talento”,2003 y  “Voy con todo” ,2004), Arguelles  “traduciría” y daría el tono preciso que buscaban las nuevas generaciones de músicos vallenatos, arropados por el asendereado apelativo de “Nueva Ola”.  Se trataba de un discurso musical que se edificaba en la influencia de Juancho pero que tenía un aire más joven y postmoderno.      

El acordeonero contemporáneo responde a una estética musical que lo distancia de los antecesores, es un gourmet intercultural, está conectado con la savia tradicional que lo alimenta y arraiga al pasado y al territorio, pero también se articula con otros lenguajes, con otros territorios, con otras músicas, con otras afinidades que ya no dependen del apego a su tierra. Es un músico que privilegia el sampler, el bricolaje, que yuxtapone fragmentos tomados de distintos géneros y que interpelan a distintas regiones. No es raro que una canción vallenata inicie con un preludio de twist, intercale fragmentos  de reggae y termine en una coda con fandango. En este encodificación de señales para distintos tipos de gustos, las influencias de Juancho Rois funcionan  como una bisagra que articula el discurso musical híbrido.
Así suenan Juan Mario de la Espriella, Cristian Camilo Peña, Rolando Ochoa, Manuel Julián Martínez o Sergio Luis Rodríguez. Algunos apocalípticos dirán que son acordeoneros sin identidad, otros diríamos que en ese “parecerse a todos y no parecerse a nadie”, en el hibridismo, el eclecticismo, la intertextualidad, la fragmentación y la discontinuidad está, precisamente, su identidad.  Los modos de percibir y valorar la música  no son la misma en cada generación, por eso debemos entender que el músico postmoderno  recurre a una libertad combinatoria de elementos dentro de una mismo  paradigma o con los de otro paradigma. De lo que se trata ahora es de  recuperar  materiales y lenguajes musicales preexistentes que bien pueden pertenecer a otros tiempos  o a otras culturas. Pero también opera en la música contemporánea una especie de intertextualidad, un uso de “injertos”, de “cortes” y “pegues” en el que los materiales pre-existentes son re-apropiados y puestos a generar nuevas perspectivas y nuevas interpretaciones. Repertorios, arreglos, géneros, formas y estilos son  re-utilizarlos para producir nuevos textos musicales que nada retienen de un mensaje primero y esencial.  Las músicas populares como el vallenato, se han  tornado el mayor escenario de mezcla rítmica, se concilian aires  de distintas raíces culturales en un collage peculiar. La música actual, de igual forma que la cultura, sigue una política y una estética del fragmento,  de lo efímero, lo fugaz y lo contingente. Podemos decir que la música creada en la actualidad no posee una conciencia estética unitaria, sino una multiplicidad (de estilos, mensajes, etc.) de conciencias estéticas fragmentadas que son perfectamente audibles en los “alumnos” de Juancho.


Juancho pervive desde el estilo y el periodo que más ha convocado a los jóvenes para hacerse protagonistas de una música que siempre fue vista como  exclusivamente de adultos. Así como en cada festival vallenato, desde que se abre el acordeón se recurre a la herencia de Luis Enrique Martínez, hoy en cada tarima, caseta, concierto o producción musical se recurre al estilo del “jamaqueo” de manera inexorable. Allí está la huella, perdurable, memorable, el mejor trofeo  en su estante glorioso, la bengala más esplendente en su lúcida dimensión.    

miércoles, 13 de agosto de 2014

RECUERDOS DE MI NIÑEZ "HOMENAJE A CAMILO NAMÉN RAPALINO"

Por: Oswaldo Gómez Toledo

Este nueve de agosto se realizó en Santa Marta un grandioso homenaje al compositor Camilo Namén Rapalino en el evento “Encuentro de amantes del vallenato tradicional” organizado por la Fundación Dinastía Vallenata con el apoyo del folclorista Jairo Diazgranados Acuña “El Legendario” y mientras observaba las fotos del evento mi memoria se encarapito sobre las alas del pensamiento y deliró.

Era una tarde de cervezas, con sabor a fiesta y sudor cobrizo sobre la piel de aquellos que tomaban en las cantinas que quedaban cerca al río y todos al unísonos entonábamos “Yo tenía mucho tiempo que no venía a mi pueblo/y a mí me dijeron que estaba acabao/que ya nadie pescaba con anzuelo/que las costumbres ya se perdieron y que el higuerón se había secao”.

Por allá en la tierra de la piragua su terruño del alma Chimichagua, esa tierra hermosa que un día lo vio nacer y fue testigo fiel de las travesuras en su niñez, me imagino que, cuando Camilo llegaba en tiempo de  fiestas, lo primero que visitaba era la casa donde “La vieja Concha” un retrato le tomó y recordaba a sus amigos con quienes volaba papagayos y esas noches cuando jugaban cacho, porque, bonita es la vida cuando uno está niño y cuando uno está niño quiere crecer ligero.

Más que un género, el vallenato, ha trascendido a lo largo de los años como ellegado que han dejado los grandes juglares a las nuevas generaciones musicales: el verseo y los cantos de vaquería del ayer inspirados en las historias de los pueblos, los amoríos y las vivencias de las parrandas con los amigos en noches de luceros.

Es por ello que para encumbrar el legado del vallenato tradicional, clásico y raizal, la fundación Dinastía Vallenata le realizó al compositor Camilo Namén Rapalino este grandioso homenaje. Autor de clásicos como Mi gran amigo, De la misma manera, Encuentro con el diablo, El pechiche, La cometa loca, Recordando mi niñez, Recuerdos de mi pueblo y La ceiba del puerto, entre otros.

Este reconocimiento se le ponderó por ser un compositor de música vallenata autóctona. Camilo compone historias vividas y escribe los coloquios de lo que sucede en los pueblos. Es un historiador, agradable y jocoso refiriendo anécdotas de los personajes de su pueblo, como la que le sucedió al viejo Manuel Antonio Martínez Mejía, la cual le dio pie para componer encuentro con el diablo.


Maestro de maestros en el vallenato costumbrista, desde niño tenía incorporado en su ser el sentir del pueblo y el cariño por sus viejos lleno de laboriosidad, a pesar de su corta edad dio ejemplo de vida a sus coterráneos, confirmando que el trabajo dignifica al hombre, en su memoria bendita se almacenaron esos recuerdos de infancia que en su adolescencia liberó.

Cuantas cometas de mil colores volaron en ese cielo chimichaguero, cuantas canicas o boliches de cristal se quiñaron “hoyito mío, muerto tu”, cuantas noches jugando cacho y retozando por las playas de amor, las que nos describió el maestro José Barros, llegase o no la piragua, Camilito esperaba la subienda de peces junto con otros adultos y jóvenes, con anzuelo o varita con garapín o sin él, para vender y llevar a su casa, ejemplo de vida, con esas raíces Sirio libanesa e Italiano de colonizadores y fundadores de imperios del comercio en los puertos, andariegos por naturaleza; algún día una de sus hermanas convenció a los viejos diciéndoles: nos vamos pal valle, si paraValledupar!

En plena adolescencia llego Camilito a la tierra del Cacique Upar, allí, esa memoria prodigiosa comenzó a exteriorizar sus recuerdos y vivencias, despierta el amor del quinceañero inocente y describe a su pareja preferida “Morenita” y sigue buscando la mujer, tema grabado e interpretado por Enrique Díaz, hace un reparto de penas y recuerda a su pueblo, y más, cuando su gran amigo parte al mas allá, así en el transcurrir de la vida termina siendo el mejor merenguero del folclor y le graban, Mi gran amigo, El libre, Encuentro con el diablo y De la misma manera.

Sus familiares y amigos le confirmamos cuan valioso ha sido, para volvernos niños o adultos sentimentales, evocando con sus canciones nuestro barrio, su terruño y los juegos infantiles, cómo no recordar a nuestros viejos y amigos o decirle a una mujer pechichame, ponernos firmes como dice una de sus últimas composiciones, Parao en la raya, bien por Camilito ese que vivió en el barrio la granja en la calle 16  en el valle, ya no hay maletas apretaditas de penas ni escaparates llenos de necesidades, hay un hogar bonito, un nombre y ciento de composiciones que nos permiten decirle: Maestro usted es un luchador de la vida, si, si, un luchador como dice el último merengue de su hermano Melquisidec.


Felicitaciones a  Antonio “Toño” Daza Orozco, ÁlvaroRocca, Adrian Villamizar, ÁlvaroVilla Fontalvo y a todos los integrantes de la FundaciónDinastiaVallenata, así mismo
a Said Namen, Rafael Jiménez “El Cachaquito”, Luzca, Said Sarquis, Toty, Iván Uribe, Milton López, Robert Galofre, al Diputado Alex Velásquez, a los doctores William Namén padre e hijo, a la Dra. Lucy Vidal un canto sentimental que motiva y a su esposo, como también a Graciela Morillo Araujo la sicóloga de moda y a todos los asistentes al evento, gracias, muchas gracias, gano el folclor, no importa que el higuerón se haya secao, ni que se haya caído la ceiba del puerto y vuelen las cometas locas, repito gano el folclor, el tuyo y el nuestro.