RANCHERIASTEREO

jueves, 2 de julio de 2015

LA HUELLA DE JUANCHO ROIS


    
Abel Medina Sierra (Circulo CORALIBE)


Eran los años de la eclosión, eran tiempos en que nuevos lenguajes emergían, soplaban vientos de cambio y ramalazos de frescor en la canónica andadura de la música vallenata, encorsetada desde instituciones como el Festival Vallenato y por algo mucho más poderoso: la tradición. Eran los esplendorosos finales de los 70`s. Imperaba en la música provinciana una escuela cuya impronta tenía la rutina de Luis Enrique Martínez, para los entendidos el más influyente de todos los músicos de éste  género de la música popular. Afloraban los epígonos del Pollo Vallenato con su estela de aires parranderos y un profundo apego a la raíz más tradicional: Colacho Mendoza, Emiliano Zuleta, Los Hermanos López, Emilio Oviedo, Rafael Salas y el recién encumbrado, Raúl “Chiche” Martínez. Ellos   acentuaban la hegemonía  de un estilo cuyos perfiles ya parecían bien definidos, el canon vallenato era ineluctable: se toca como  Luis Enrique, se toca como la tradición festivalera impone.

Algunos estilos que exploraban sonoridades y formatos distintos solo recibían aplausos en ámbitos distantes: Alfredo Gutiérrez se preocupaba por abrir espacios en el carnaval de Barranquilla para un híbrido entre tambora y vallenato; Calixto, Enrique Díaz, Andrés Landeros, Julio de Ossa y Miguel Durán se agazapaban en un público muy localizado en las sabanas y zonas ribereñas del Caribe colombiano. Se apagaba Alejo, Luis Enrique, Pacho Rada  y Abel Antonio en la modorra de la vejez.

En la provincia sur de La Guajira se produce una verdadera eclosión de figuras no solo del  acordeón sino del canto y la composición. Desde Villanueva, Israel Romero, quien había surgido en un formato muy apegado al canónico y tradicional comenzaba a explorar nuevas sonoridades. Pacho Rivera sorprende con un estilo muy parecido, luego lo haría Orangel “Pangue” Maestre y Jesualdo Bolaños con un estilo cimentado en el del Pollo Isra  pero con sus propios ingredientes. En este marco es que surge también Juan Humberto Rois, “Juancho” o “El fuete” como se le denominó inicialmente. Tras ellos vinieron otros, la trocha se ensanchaba y por allí surgió una nueva vertiente, la tradición renovaba su ropaje por el impulso creativo de los provincianos, estábamos asistiendo al nacimiento del periodo más prolijo de la música vallenata.

Juancho Rois había seguido desde temprano la influencia de Israel Romero, tanto con el Pollo como con sus coetáneos compartía la savia común de un impulso renovador, de un afán creativo, de un desanclaje generacional. Conocían bien la tradición, habían bebido de Alejo, Luis Enrique y de Mile Zuleta, tenían frescos los referentes de los Zuletas, los López y Colacho, habían descubierto el brioso encanto de los pitos frenéticos de Alfredo Gutiérrez y su ráfaga de notas. Pero debían ser protagonistas de su tiempo, sin un manifiesto previo  emprendieron una gesta que coronó al vallenato de su plenitud musical: para muchos melómanos y músicos desde 1976 hasta 1982 se concibieron las mejores producciones de la historia discográfica del vallenato.  


Algunos factores han podido incidir en este próspero boom del vallenato. La figura del acordeonero se especializa y se cualifica en la ejecución al separarse la función del canto y erigirse la figura del vocalista. Se adquiere más conciencia del oficio al dedicarse el músico, exclusiva,  y profesionalmente  a este oficio y no como lo hacían ciertos juglares que eran músicos pero también peones, finqueros, agricultores o vaqueros. Al surgir figuras con tantas cualidades  vocálicas como Diomedes Díaz, Silvio Brito, Rafael Orozco, Beto Zabaleta, Ivo Díaz, Daniel Celedón, Adaníes Díaz (todos contemporáneos de este movimiento), se pone en exigencia y en cualificación el trabajo del acordeonero. Son voces coloridas, algunas de ellas distintas y distantes al estilo de voz estentórea, a veces estrepitosa como imperaba entre sus antecesores (Jorge Oñate, Miguel Mora, Armando Moscote, Poncho Pérez son fieles ejemplos). Se produce un ensanchamiento de la conciencia estética del acordeonero quien no solo se preocupó de su propia ejecución sino que comenzó a pensar integralmente: ahora se preocupaba de cómo sonaba el conjunto, emerge el acordeonero que es al mismo tiempo arreglista director artístico, productor. Se acentuó el diálogo intergenérico en esta generación de músicos: quienes conocen de cerca  la vida musical de Israel Romero y Juancho Rois afirman que éstos dedicaban muchas horas a escuchar y “aprender” de otros géneros musicales de distintas culturas.    

Juancho emerge en 1977  con el álbum “El fuete”, la voz encumbrada de Juan Piña encontraría en las notas de Juancho el marco propicio para una joya antológica de la música vallenata. La unión había sido propiciada por su padrino musical: Israel Romero. Un Juancho inagotable, un ciclón de notas que ponía a prueba al fuelle mágico. Un Juancho que pedía escenario para sus florituras y arpegios, que aprovechaba cada preludio, interludio o coda para sus giros melódicos. Con sus nuevas producciones “La locura” (con Diomedes Díaz, 1978) y  “La fuetera” (con Elías Rosado, 1979) reafirma que era un acordeón impredecible, ya no se podía hablar de rutina, el imperio del “hamaqueo” y el “pique” estaba naciendo. Juancho exacerbaba el estilo de su generación: los transportes y puentes, una permanente exploración de los teclados en búsqueda de nuevas sonoridades como en los doblajes, mayor velocidad en los pitos, un acordeón que no deja silencios, que liga cada frase musical, que combina con gracia los melódicos y armónicos, un estilo que usa las traducciones intrasistémicas y los contrapunteos.

Esta generación privilegió “el pique” como recurso de virtuosismo. Ya ante Alfredo Gutiérrez y Aníbal Velásquez habían demostrado que en la rapidez para digitar el teclado estaba una de las más preciadas potencialidades del acordeonero vallenato. En 1978  cuando Alfredo Gutiérrez se erigiría por segunda vez como Rey del Festival de la Leyenda Vallenata, su interpretación de la puya La Fiesta de los pájaros de Sergio Moya Molina, imprimiría lo que sería un nuevo canon: la puya sería desde entonces un ritmo frenético, intenso, de tiempo acelerado y  mucha rapidez digital. Tanto Juancho Rois como  Pangue Maestre, Gabriel Julio, Julio Rojas u Omar Geles   harían gala de su sorprendente rapidez en sus participaciones en los festivales vallenatos.

La denominación de pique alude precisamente a esta condición de  nota aguda, rápida, lancinante como certero golpe de espuela del Pollo Isra o Isma, del Canaguey Pangue Maestre,  como un latigazo del fuete o la punzada de “la pringamosa” como solía Jorge Oñate exaltar a Juancho en sus presentaciones. Pero este estilo “picado”, como todo lo que desafiara la tradición y antes de que operara el principio de Debussy según el cual, en la música,  “lo que hoy consideramos disonancia, será la consonancia del mañana”,  sería despectivamente denominado por las posturas tradicionales y conservacionistas como “firifiri”,    

La generación de Juancho Rois le dio un matiz más alegre, festivo y bailable a la música vallenata. “Al vallenato siempre le faltó un  aire alegre, la puya es rápida pero muy limitada melódicamente, por eso nace el paseo rápido” sostiene Beto Murgas, precursor de esta variante del paseo. El esplendor de Beto Murgas y  epígonos como Romualdo Brito, Luis Durán Escorcia, Jeiman López, Freddy Carrillo fue abriendo espacios para un formato más bailable, ligero, rítmico y gozón que  a su vez exigía un acordeón  que incitara al baile y al cambio de velocidades y tiempos, que invitara al “jamaqueo” (prótesis de hamaquear o “mecerse como una hamaca). Allí Juancho Rois encontró un terreno propicio para encumbrar su estilo y  comenzar a crear su impronta musical como vía de ganar protagonismo en una generación o periodo. La exploración de un vallenato más bailable, rápido y alegre también incitó a acordeoneros de esta generación a buscar en ritmos como las tamboras de río, el baile cantao, el chandé, la cumbia, el porro o el merengue dominicano el sustrato festivo, carnavalero y sincrético que hoy han apropiado las nuevas generaciones de músicos vallenatos para enriquecer y variar su repertorio, en especial, para responder e interpelar a nuevos públicos.    

Pero esta generación también encontró una semilla lírica sembrada desde la nostalgia de Gustavo Gutiérrez, el desgarramiento de Freddy Molina,  la contemplación romántica de Octavio Daza, el consciente y refinado mundo azul de Rosendo Romero o la épica romancera de Fernando Meneses, Roberto Calderón o Rafael Manjarrés. La variante que algunos han denominado como Paseo lírico y otros como Romanza vallenata  trajo nuevas exigencias para los acordeoneros. Como lo reconoce el maestro Pacho Zumaqué, con el paseo lírico: “se amplía el espectro melódico, surgen irregularidades antes inexploradas, se enriquece la exploración del teclado, la armonización y lo organológico se amplía”. Israel Romero, Juancho Rois o Pangue Maestre también contribuyeron a definir los contornos de esta variante formal del paseo que hoy se consagra como un periodo fecundo y creativo de la música vallenata, el periodo que permitió el tránsito de un compositor de conciencia oral y rural a uno de conciencia escrita y urbana.


Juancho demostró su capacidad para asimilar su estilo al de voces tan tradicionales y de escuelas precedentes como de La Jorge Oñate. Al lado del jilguero  dejó preciadas muestras de virtuosismo,  la caseta fue  el escenario del desfogue; allí, libre de la dictadura del metrónomo y las directrices de los ingenieros de sonido,   encontró la ancha  playa donde podía campear su pique brioso, sus interludios generosos, sus libérrimas  “fajadas”. “La contra”, “La gordita”, “El estilito”  tenía un color y un sabor  más festivo, virtuosamente  improvisado en la caseta que en el registro fonográfico, el sabor que ponía a mecerse a los bailadores, el sabor del “hamaqueo”.

Con Israel Romero compartió el escozor por el hibridismo musical. Le llegaban  lenguajes incitantes desde la salsa o el merengue, el Caribe y su atávica influencia invitaban al diálogo musical. Compartió con el Grupo Guayacán el experimento de la  denominada “salsa folclórica”, un híbrido entre salsa y paseo vallenato que tuvo un ligero repunte a inicios de los 90´s. Como lo había hecho en los 60´s Luis Enrique Martínez con canciones como Dijiste vida mía y lo había ensayado Israel Romero con Wilfrido Vargas, Juancho nos legó apenas un retazo de su sueño musical: la exploración intergenérica. Precisamente, en el último producto discográfico de Juancho Rois   “Su gran sueño: el vallerengue”  dio muestras de un proyecto aplazado y trasnochado que  lo dimensionaría como artista integral aunque abriera fisuras para que los puristas locales descalificaran su atrevimiento pues se interpreta esto como una traición a la tradición vallenata.

En la música vallenata impera el canon y el corset de la tradición. Juancho ya lo había experimentado en 1991 cuando Julián Rojas tuvo el voto del jurado aunque se hubiera llevado el del público que bailó exultante de entusiasmo. En el Festival de la Leyenda Vallenata, como en la mayoría de estos eventos de legitimación y conservación folclórica, se gana si se revalida la tradición, la rutina del Pollo Vallenato Luis Enrique Martínez es la plana que todos deben seguir ineluctablemente.  Cada año se repiten los mismos arreglos, las mismas canciones, los mismos formatos “avalados” por la tradición y las instituciones que la garantizan (valga decir los organizadores de festivales, jurados, las élites y los gurúes de la vallenatología). El acordeón de Juan Humberto Rois sonaba distinto: “sonaba a caseta” diría un purista, sonaba con la sabrosura del “jamaqueo”, era una invitación al baile, al vaivén; era una yuxtaposición de giros impredecibles. Su presentación  desafiaba el canon y así lo sentenció el jurado: la puerta estaba cerrada para nuevos estilos. 20 años después esa puerta sigue cerrada para quien trate de subvertir el canon, la lección fue aprendida por los demás acordeoneros; a los jóvenes que hoy disputan la preciada corona del Rey Vallenato  le está implícitamente  prohibido participar con el repertorio, el formato organológico, el estilo y los arreglos contemporáneos, con lo que  construyó su generación. Como Juancho Rois, son víctimas del anacronismo festivalero, deben tocar la música y el estilo de sus padres o  abuelos.

Los años que precedieron la trágica muerte de Juancho Rois serían testigos de una ruptura en el cordón umbilical que ataba a Juancho con su gran coetáneo y precursor, Israel Romero. La muerte repentina de Rafael Orozco  obligó al villanuevero a recurrir no solo a nuevas voces sino a un formato urbano, lírico y sensiblero. El Binomio de Oro, la agrupación que más se destacaba en el formato de música bailable y ligera ahora buscaba un nuevo mercado: el del público andino, venezolano, paraguayo y mexicano. La nueva pista de sus éxitos les impuso un cambio de formato y su líder, el Pollo Isra se ancló, desde entonces, en un estilo sosegado, predecible, lírico, monoritmico que aún mantiene.

Este distanciamiento terminó instaurando una separación de estilos entre Israel y Juancho Rois, quien seguiría en su senda del pique, el jamaqueo y el tono festivo. El tiempo terminó señalando cuál de los dos estilos generaría mayor impacto en las generaciones posteriores. Ocurre entonces lo que análogamente había sucedido entre dos grandes amigos y colegas: Alejo Durán y Luis Enrique Martínez. Desde su aparición en la escena discográfica evidenciaron estilos diferentes. Alejo recibiría los lauros de la fama que no fueron igual de generosos con el Pollo Vallenato. Alejo era la figura tutelar, el símbolo patriarcal, el estandarte del vallenato autentico, del sustrato folclórico, de la condición vaquera del vallenato. Mientras Alejo animaba parrandas en el Palacio de Nariño o ante las élites de Valledupar, era entrevistado por Juan Gossaín, o viajaba a otro país en delegación cultural, Luis Enrique gozaba de un doméstico prestigio parroquial en un pueblo anfibio o una finca perdida en los meandros de Bolívar o la zona de Ariguaní.      

Sería la justicia, sentada en la larga banca de Clío, que terminó posteriormente dándole la grandeza a Luis Enrique. Su estilo se hizo hegemónico, su impronta terminó volviéndose canon en los festivales. La herencia que recogió el Pollo Vallenato aún rinde tributos: grandes acordeoneros posteriores apropiaron y prolongaron su estilo: los hermanos López, Colacho Mendoza, Chiche Martínez, Cocha Molina y otros más recientes como Saúl Lallemand.  Alejo apenas se prolonga en la figura de Enrique Trujillo, “El sucesor”. Igual sucedería entre Israel Romero, cuyo estilo hoy poco incita a los nuevos acordeoneros para inscribirse en su escuela mientras Juancho goza del privilegio de la cosecha y de una escuela atiborrada de sucesores.

La  huella  de Juancho es la que perdura y augura éxitos, es la misma impronta que hoy revalidan y explotan los acordeoneros de la llamada “Nueva ola”, es el recurso que imprime alegría, gozo, frenesí;  es el ingrediente rítmico- melódico que pone a “jamaquear” a los bailadores y exacerba el entusiasmo. El estilo de los acordeoneros contemporáneos  se condimenta con recurrencias a la manera como Juancho Rois solía imprimir ese inefable sabor a provincia a sus arreglos. Aunque cada uno de estos músicos guarden variantes de su propia cosecha, la huella de Juancho funciona como un ancla que articula los recursos de la propia cosecha y las influencias externas o intergenéricas tan comunes en los formatos híbridos del vallenato contemporáneo,  

En la influencia de Juancho Rois aparece un paisano y discípulo suyo como dínamo y diseminador estilístico. Se trata de Franco Arguelles Coronel, fue capaz de potenciar la estética del jamaqueo, de depurar esa fragmentación, la discontinuidad y la imprevisibilidad que “El fuete” había fundado. En sus dos producciones, al lado de Peter Manjarréz (“Estilo y talento”,2003 y  “Voy con todo” ,2004), Arguelles  “traduciría” y daría el tono preciso que buscaban las nuevas generaciones de músicos vallenatos, arropados por el asendereado apelativo de “Nueva Ola”.  Se trataba de un discurso musical que se edificaba en la influencia de Juancho pero que tenía un aire más joven y postmoderno.      

El acordeonero contemporáneo responde a una estética musical que lo distancia de los antecesores, es un gourmet intercultural, está conectado con la savia tradicional que lo alimenta y arraiga al pasado y al territorio, pero también se articula con otros lenguajes, con otros territorios, con otras músicas, con otras afinidades que ya no dependen del apego a su tierra. Es un músico que privilegia el sámpler, el bricolaje, que yuxtapone fragmentos tomados de distintos géneros y que interpelan a distintas regiones. No es raro que una canción vallenata inicie con un preludio de twist, intercale fragmentos de reggae y termine en una coda con fandango. En este en codificación de señales para distintos tipos de gustos, las influencias de Juancho Rois funcionan  como una bisagra que articula el discurso musical híbrido.

Así suenan Juan Mario de la Espriella, Cristian Camilo Peña, Rolando Ochoa, Manuel Julián Martínez o Sergio Luis Rodríguez. Algunos apocalípticos dirán que son acordeoneros sin identidad, otros diríamos que en ese “parecerse a todos y no parecerse a nadie”, en el hibridismo, el eclecticismo, la intertextualidad, la fragmentación y la discontinuidad está, precisamente, su identidad.  Los modos de percibir y valorar la música  no son la misma en cada generación, por eso debemos entender que el músico postmoderno  recurre a una libertad combinatoria de elementos dentro de una mismo  paradigma o con los de otro paradigma. De lo que se trata ahora es de  recuperar  materiales y lenguajes musicales preexistentes que bien pueden pertenecer a otros tiempos  o a otras culturas. Pero también opera en la música contemporánea una especie de intertextualidad, un uso de “injertos”, de “cortes” y “pegues” en el que los materiales pre-existentes son re-apropiados y puestos a generar nuevas perspectivas y nuevas interpretaciones. Repertorios, arreglos, géneros, formas y estilos son  re-utilizarlos para producir nuevos textos musicales que nada retienen de un mensaje primero y esencial.  Las músicas populares como el vallenato, se han  tornado el mayor escenario de mezcla rítmica, se concilian aires  de distintas raíces culturales en un collage peculiar. La música actual, de igual forma que la cultura, sigue una política y una estética del fragmento,  de lo efímero, lo fugaz y lo contingente. Podemos decir que la música creada en la actualidad no posee una conciencia estética unitaria, sino una multiplicidad (de estilos, mensajes, etc.) de conciencias estéticas fragmentadas que son perfectamente audibles en los “alumnos” de Juancho.

Juancho pervive desde el estilo y el periodo que más ha convocado a los jóvenes para hacerse protagonistas de una música que siempre fue vista como  exclusivamente de adultos. Así como en cada festival vallenato, desde que se abre el acordeón se recurre a la herencia de Luis Enrique Martínez, hoy en cada tarima, caseta, concierto o producción musical se recurre al estilo del “jamaqueo” de manera inexorable. Allí está la huella, perdurable, memorable, el mejor trofeo  en su estante glorioso, la bengala más esplendente en su lúcida dimensión.