Abel Medina Sierra
(Circulo CORALIBE)
Eran los años de la eclosión, eran tiempos en que
nuevos lenguajes emergían, soplaban vientos de cambio y ramalazos de frescor en
la canónica andadura de la música vallenata, encorsetada desde instituciones
como el Festival Vallenato y por algo mucho más poderoso: la tradición. Eran
los esplendorosos finales de los 70`s. Imperaba en la música provinciana una
escuela cuya impronta tenía la rutina de Luis Enrique Martínez, para los
entendidos el más influyente de todos los músicos de éste género de la música popular. Afloraban los
epígonos del Pollo Vallenato con su estela de aires parranderos y un profundo
apego a la raíz más tradicional: Colacho Mendoza, Emiliano Zuleta, Los Hermanos
López, Emilio Oviedo, Rafael Salas y el recién encumbrado, Raúl “Chiche”
Martínez. Ellos acentuaban la hegemonía de un estilo cuyos perfiles ya parecían bien
definidos, el canon vallenato era ineluctable: se toca como Luis Enrique, se toca como la tradición
festivalera impone.
Algunos estilos que exploraban sonoridades y
formatos distintos solo recibían aplausos en ámbitos distantes: Alfredo
Gutiérrez se preocupaba por abrir espacios en el carnaval de Barranquilla para
un híbrido entre tambora y vallenato; Calixto, Enrique Díaz, Andrés Landeros,
Julio de Ossa y Miguel Durán se agazapaban en un público muy localizado en las
sabanas y zonas ribereñas del Caribe colombiano. Se apagaba Alejo, Luis
Enrique, Pacho Rada y Abel Antonio en la
modorra de la vejez.
En la provincia sur de La Guajira se produce una
verdadera eclosión de figuras no solo del
acordeón sino del canto y la composición. Desde Villanueva, Israel
Romero, quien había surgido en un formato muy apegado al canónico y tradicional
comenzaba a explorar nuevas sonoridades. Pacho Rivera sorprende con un estilo
muy parecido, luego lo haría Orangel “Pangue” Maestre y Jesualdo Bolaños con un
estilo cimentado en el del Pollo Isra
pero con sus propios ingredientes. En este marco es que surge también
Juan Humberto Rois, “Juancho” o “El fuete” como se le denominó inicialmente.
Tras ellos vinieron otros, la trocha se ensanchaba y por allí surgió una nueva
vertiente, la tradición renovaba su ropaje por el impulso creativo de los
provincianos, estábamos asistiendo al nacimiento del periodo más prolijo de la
música vallenata.
Juancho Rois había seguido desde temprano la
influencia de Israel Romero, tanto con el Pollo como con sus coetáneos
compartía la savia común de un impulso renovador, de un afán creativo, de un
desanclaje generacional. Conocían bien la tradición, habían bebido de Alejo,
Luis Enrique y de Mile Zuleta, tenían frescos los referentes de los Zuletas,
los López y Colacho, habían descubierto el brioso encanto de los pitos
frenéticos de Alfredo Gutiérrez y su ráfaga de notas. Pero debían ser
protagonistas de su tiempo, sin un manifiesto previo emprendieron una gesta que coronó al
vallenato de su plenitud musical: para muchos melómanos y músicos desde 1976
hasta 1982 se concibieron las mejores producciones de la historia discográfica
del vallenato.
Algunos factores han podido incidir en este
próspero boom del vallenato. La figura del acordeonero se especializa y se
cualifica en la ejecución al separarse la función del canto y erigirse la
figura del vocalista. Se adquiere más conciencia del oficio al dedicarse el
músico, exclusiva, y profesionalmente a este oficio y no como lo hacían ciertos
juglares que eran músicos pero también peones, finqueros, agricultores o
vaqueros. Al surgir figuras con tantas cualidades vocálicas como Diomedes Díaz, Silvio Brito,
Rafael Orozco, Beto Zabaleta, Ivo Díaz, Daniel Celedón, Adaníes Díaz (todos
contemporáneos de este movimiento), se pone en exigencia y en cualificación el
trabajo del acordeonero. Son voces coloridas, algunas de ellas distintas y
distantes al estilo de voz estentórea, a veces estrepitosa como imperaba entre
sus antecesores (Jorge Oñate, Miguel Mora, Armando Moscote, Poncho Pérez son
fieles ejemplos). Se produce un ensanchamiento de la conciencia estética del
acordeonero quien no solo se preocupó de su propia ejecución sino que comenzó a
pensar integralmente: ahora se preocupaba de cómo sonaba el conjunto, emerge el
acordeonero que es al mismo tiempo arreglista director artístico, productor. Se
acentuó el diálogo intergenérico en esta generación de músicos: quienes conocen
de cerca la vida musical de Israel
Romero y Juancho Rois afirman que éstos dedicaban muchas horas a escuchar y
“aprender” de otros géneros musicales de distintas culturas.
Juancho emerge en 1977 con el álbum “El fuete”, la voz encumbrada de
Juan Piña encontraría en las notas de Juancho el marco propicio para una joya
antológica de la música vallenata. La unión había sido propiciada por su
padrino musical: Israel Romero. Un Juancho inagotable, un ciclón de notas que
ponía a prueba al fuelle mágico. Un Juancho que pedía escenario para sus
florituras y arpegios, que aprovechaba cada preludio, interludio o coda para
sus giros melódicos. Con sus nuevas producciones “La locura” (con Diomedes
Díaz, 1978) y “La fuetera” (con Elías
Rosado, 1979) reafirma que era un acordeón impredecible, ya no se podía hablar
de rutina, el imperio del “hamaqueo” y el “pique” estaba naciendo. Juancho
exacerbaba el estilo de su generación: los transportes y puentes, una
permanente exploración de los teclados en búsqueda de nuevas sonoridades como
en los doblajes, mayor velocidad en los pitos, un acordeón que no deja
silencios, que liga cada frase musical, que combina con gracia los melódicos y
armónicos, un estilo que usa las traducciones intrasistémicas y los
contrapunteos.
Esta generación privilegió “el pique” como recurso
de virtuosismo. Ya ante Alfredo Gutiérrez y Aníbal Velásquez habían demostrado
que en la rapidez para digitar el teclado estaba una de las más preciadas
potencialidades del acordeonero vallenato. En 1978 cuando Alfredo Gutiérrez se erigiría por
segunda vez como Rey del Festival de la Leyenda Vallenata, su interpretación de
la puya La Fiesta de los pájaros de Sergio Moya Molina, imprimiría lo que sería
un nuevo canon: la puya sería desde entonces un ritmo frenético, intenso, de
tiempo acelerado y mucha rapidez
digital. Tanto Juancho Rois como Pangue
Maestre, Gabriel Julio, Julio Rojas u Omar Geles harían gala de su sorprendente rapidez en
sus participaciones en los festivales vallenatos.
La denominación de pique alude precisamente a esta
condición de nota aguda, rápida,
lancinante como certero golpe de espuela del Pollo Isra o Isma, del Canaguey
Pangue Maestre, como un latigazo del
fuete o la punzada de “la pringamosa” como solía Jorge Oñate exaltar a Juancho
en sus presentaciones. Pero este estilo “picado”, como todo lo que desafiara la
tradición y antes de que operara el principio de Debussy según el cual, en la
música, “lo que hoy consideramos
disonancia, será la consonancia del mañana”,
sería despectivamente denominado por las posturas tradicionales y
conservacionistas como “firifiri”,
La generación de Juancho Rois le dio un matiz más
alegre, festivo y bailable a la música vallenata. “Al vallenato siempre le
faltó un aire alegre, la puya es rápida
pero muy limitada melódicamente, por eso nace el paseo rápido” sostiene Beto
Murgas, precursor de esta variante del paseo. El esplendor de Beto Murgas
y epígonos como Romualdo Brito, Luis
Durán Escorcia, Jeiman López, Freddy Carrillo fue abriendo espacios para un
formato más bailable, ligero, rítmico y gozón que a su vez exigía un acordeón que incitara al baile y al cambio de
velocidades y tiempos, que invitara al “jamaqueo” (prótesis de hamaquear o
“mecerse como una hamaca). Allí Juancho Rois encontró un terreno propicio para
encumbrar su estilo y comenzar a crear
su impronta musical como vía de ganar protagonismo en una generación o periodo.
La exploración de un vallenato más bailable, rápido y alegre también incitó a
acordeoneros de esta generación a buscar en ritmos como las tamboras de río, el
baile cantao, el chandé, la cumbia, el porro o el merengue dominicano el
sustrato festivo, carnavalero y sincrético que hoy han apropiado las nuevas
generaciones de músicos vallenatos para enriquecer y variar su repertorio, en
especial, para responder e interpelar a nuevos públicos.
Pero esta generación también encontró una semilla
lírica sembrada desde la nostalgia de Gustavo Gutiérrez, el desgarramiento de
Freddy Molina, la contemplación
romántica de Octavio Daza, el consciente y refinado mundo azul de Rosendo
Romero o la épica romancera de Fernando Meneses, Roberto Calderón o Rafael
Manjarrés. La variante que algunos han denominado como Paseo lírico y otros
como Romanza vallenata trajo nuevas
exigencias para los acordeoneros. Como lo reconoce el maestro Pacho Zumaqué,
con el paseo lírico: “se amplía el espectro melódico, surgen irregularidades antes
inexploradas, se enriquece la exploración del teclado, la armonización y lo organológico
se amplía”. Israel Romero, Juancho Rois o Pangue Maestre también contribuyeron
a definir los contornos de esta variante formal del paseo que hoy se consagra
como un periodo fecundo y creativo de la música vallenata, el periodo que
permitió el tránsito de un compositor de conciencia oral y rural a uno de
conciencia escrita y urbana.
Juancho demostró su capacidad para asimilar su
estilo al de voces tan tradicionales y de escuelas precedentes como de La Jorge
Oñate. Al lado del jilguero dejó
preciadas muestras de virtuosismo, la
caseta fue el escenario del desfogue;
allí, libre de la dictadura del metrónomo y las directrices de los ingenieros
de sonido, encontró la ancha playa donde podía campear su pique brioso,
sus interludios generosos, sus libérrimas
“fajadas”. “La contra”, “La gordita”, “El estilito” tenía un color y un sabor más festivo, virtuosamente improvisado en la caseta que en el registro
fonográfico, el sabor que ponía a mecerse a los bailadores, el sabor del
“hamaqueo”.
Con Israel Romero compartió el escozor por el
hibridismo musical. Le llegaban
lenguajes incitantes desde la salsa o el merengue, el Caribe y su
atávica influencia invitaban al diálogo musical. Compartió con el Grupo
Guayacán el experimento de la denominada
“salsa folclórica”, un híbrido entre salsa y paseo vallenato que tuvo un ligero
repunte a inicios de los 90´s. Como lo había hecho en los 60´s Luis Enrique
Martínez con canciones como Dijiste vida mía y lo había ensayado Israel Romero
con Wilfrido Vargas, Juancho nos legó apenas un retazo de su sueño musical: la
exploración intergenérica. Precisamente, en el último producto discográfico de
Juancho Rois “Su gran sueño: el
vallerengue” dio muestras de un proyecto
aplazado y trasnochado que lo
dimensionaría como artista integral aunque abriera fisuras para que los
puristas locales descalificaran su atrevimiento pues se interpreta esto como
una traición a la tradición vallenata.
En la música vallenata impera el canon y el corset
de la tradición. Juancho ya lo había experimentado en 1991 cuando Julián Rojas
tuvo el voto del jurado aunque se hubiera llevado el del público que bailó
exultante de entusiasmo. En el Festival de la Leyenda Vallenata, como en la
mayoría de estos eventos de legitimación y conservación folclórica, se gana si
se revalida la tradición, la rutina del Pollo Vallenato Luis Enrique Martínez
es la plana que todos deben seguir ineluctablemente. Cada año se repiten los mismos arreglos, las
mismas canciones, los mismos formatos “avalados” por la tradición y las
instituciones que la garantizan (valga decir los organizadores de festivales,
jurados, las élites y los gurúes de la vallenatología). El acordeón de Juan
Humberto Rois sonaba distinto: “sonaba a caseta” diría un purista, sonaba con
la sabrosura del “jamaqueo”, era una invitación al baile, al vaivén; era una
yuxtaposición de giros impredecibles. Su presentación desafiaba el canon y así lo sentenció el
jurado: la puerta estaba cerrada para nuevos estilos. 20 años después esa
puerta sigue cerrada para quien trate de subvertir el canon, la lección fue
aprendida por los demás acordeoneros; a los jóvenes que hoy disputan la
preciada corona del Rey Vallenato le
está implícitamente prohibido participar
con el repertorio, el formato organológico, el estilo y los arreglos
contemporáneos, con lo que construyó su
generación. Como Juancho Rois, son víctimas del anacronismo festivalero, deben
tocar la música y el estilo de sus padres o
abuelos.
Los años que precedieron la trágica muerte de
Juancho Rois serían testigos de una ruptura en el cordón umbilical que ataba a
Juancho con su gran coetáneo y precursor, Israel Romero. La muerte repentina de
Rafael Orozco obligó al villanuevero a
recurrir no solo a nuevas voces sino a un formato urbano, lírico y sensiblero.
El Binomio de Oro, la agrupación que más se destacaba en el formato de música
bailable y ligera ahora buscaba un nuevo mercado: el del público andino,
venezolano, paraguayo y mexicano. La nueva pista de sus éxitos les impuso un
cambio de formato y su líder, el Pollo Isra se ancló, desde entonces, en un
estilo sosegado, predecible, lírico, monoritmico que aún mantiene.
Este distanciamiento terminó instaurando una
separación de estilos entre Israel y Juancho Rois, quien seguiría en su senda
del pique, el jamaqueo y el tono festivo. El tiempo terminó señalando cuál de
los dos estilos generaría mayor impacto en las generaciones posteriores. Ocurre
entonces lo que análogamente había sucedido entre dos grandes amigos y colegas:
Alejo Durán y Luis Enrique Martínez. Desde su aparición en la escena
discográfica evidenciaron estilos diferentes. Alejo recibiría los lauros de la
fama que no fueron igual de generosos con el Pollo Vallenato. Alejo era la
figura tutelar, el símbolo patriarcal, el estandarte del vallenato autentico,
del sustrato folclórico, de la condición vaquera del vallenato. Mientras Alejo
animaba parrandas en el Palacio de Nariño o ante las élites de Valledupar, era
entrevistado por Juan Gossaín, o viajaba a otro país en delegación cultural,
Luis Enrique gozaba de un doméstico prestigio parroquial en un pueblo anfibio o
una finca perdida en los meandros de Bolívar o la zona de Ariguaní.
Sería la justicia, sentada en la larga banca de
Clío, que terminó posteriormente dándole la grandeza a Luis Enrique. Su estilo
se hizo hegemónico, su impronta terminó volviéndose canon en los festivales. La
herencia que recogió el Pollo Vallenato aún rinde tributos: grandes
acordeoneros posteriores apropiaron y prolongaron su estilo: los hermanos López,
Colacho Mendoza, Chiche Martínez, Cocha Molina y otros más recientes como Saúl
Lallemand. Alejo apenas se prolonga en
la figura de Enrique Trujillo, “El sucesor”. Igual sucedería entre Israel
Romero, cuyo estilo hoy poco incita a los nuevos acordeoneros para inscribirse
en su escuela mientras Juancho goza del privilegio de la cosecha y de una
escuela atiborrada de sucesores.
La
huella de Juancho es la que
perdura y augura éxitos, es la misma impronta que hoy revalidan y explotan los
acordeoneros de la llamada “Nueva ola”, es el recurso que imprime alegría,
gozo, frenesí; es el ingrediente
rítmico- melódico que pone a “jamaquear” a los bailadores y exacerba el
entusiasmo. El estilo de los acordeoneros contemporáneos se condimenta con recurrencias a la manera
como Juancho Rois solía imprimir ese inefable sabor a provincia a sus arreglos.
Aunque cada uno de estos músicos guarden variantes de su propia cosecha, la
huella de Juancho funciona como un ancla que articula los recursos de la propia
cosecha y las influencias externas o intergenéricas tan comunes en los formatos
híbridos del vallenato contemporáneo,
En la influencia de Juancho Rois aparece un paisano
y discípulo suyo como dínamo y diseminador estilístico. Se trata de Franco
Arguelles Coronel, fue capaz de potenciar la estética del jamaqueo, de depurar
esa fragmentación, la discontinuidad y la imprevisibilidad que “El fuete” había
fundado. En sus dos producciones, al lado de Peter Manjarréz (“Estilo y
talento”,2003 y “Voy con todo” ,2004),
Arguelles “traduciría” y daría el tono
preciso que buscaban las nuevas generaciones de músicos vallenatos, arropados
por el asendereado apelativo de “Nueva Ola”.
Se trataba de un discurso musical que se edificaba en la influencia de
Juancho pero que tenía un aire más joven y postmoderno.
El acordeonero contemporáneo responde a una
estética musical que lo distancia de los antecesores, es un gourmet
intercultural, está conectado con la savia tradicional que lo alimenta y arraiga
al pasado y al territorio, pero también se articula con otros lenguajes, con
otros territorios, con otras músicas, con otras afinidades que ya no dependen
del apego a su tierra. Es un músico que privilegia el sámpler, el bricolaje,
que yuxtapone fragmentos tomados de distintos géneros y que interpelan a
distintas regiones. No es raro que una canción vallenata inicie con un preludio
de twist, intercale fragmentos de reggae y termine en una coda con fandango. En
este en codificación de señales para distintos tipos de gustos, las influencias
de Juancho Rois funcionan como una
bisagra que articula el discurso musical híbrido.
Así suenan Juan Mario de la Espriella, Cristian
Camilo Peña, Rolando Ochoa, Manuel Julián Martínez o Sergio Luis Rodríguez. Algunos
apocalípticos dirán que son acordeoneros sin identidad, otros diríamos que en
ese “parecerse a todos y no parecerse a nadie”, en el hibridismo, el
eclecticismo, la intertextualidad, la fragmentación y la discontinuidad está,
precisamente, su identidad. Los modos de
percibir y valorar la música no son la
misma en cada generación, por eso debemos entender que el músico
postmoderno recurre a una libertad
combinatoria de elementos dentro de una mismo
paradigma o con los de otro paradigma. De lo que se trata ahora es
de recuperar materiales y lenguajes musicales
preexistentes que bien pueden pertenecer a otros tiempos o a otras culturas. Pero también opera en la
música contemporánea una especie de intertextualidad, un uso de “injertos”, de
“cortes” y “pegues” en el que los materiales pre-existentes son re-apropiados y
puestos a generar nuevas perspectivas y nuevas interpretaciones. Repertorios,
arreglos, géneros, formas y estilos son
re-utilizarlos para producir nuevos textos musicales que nada retienen
de un mensaje primero y esencial. Las
músicas populares como el vallenato, se han
tornado el mayor escenario de mezcla rítmica, se concilian aires de distintas raíces culturales en un collage
peculiar. La música actual, de igual forma que la cultura, sigue una política y
una estética del fragmento, de lo
efímero, lo fugaz y lo contingente. Podemos decir que la música creada en la
actualidad no posee una conciencia estética unitaria, sino una multiplicidad
(de estilos, mensajes, etc.) de conciencias estéticas fragmentadas que son
perfectamente audibles en los “alumnos” de Juancho.
Juancho pervive desde el estilo y el periodo que
más ha convocado a los jóvenes para hacerse protagonistas de una música que
siempre fue vista como exclusivamente de
adultos. Así como en cada festival vallenato, desde que se abre el acordeón se
recurre a la herencia de Luis Enrique Martínez, hoy en cada tarima, caseta,
concierto o producción musical se recurre al estilo del “jamaqueo” de manera
inexorable. Allí está la huella, perdurable, memorable, el mejor trofeo en su estante glorioso, la bengala más
esplendente en su lúcida dimensión.