Por: Enoin Humanez
Blanquicett
Mi
primer contacto con la música de Diomedes Díaz sucedió en la escuela rural del
caserío de San Francisco, cabecera urbana de la vereda donde nací. Allí, a
pocos pasos de la escuela, había una cantina. Su dueño había traído de
Venezuela, a donde había ido a trabajar en una matera, un tocadiscos que
funcionaba con baterías y dos bocinas, que se podían escuchar a varios
kilómetros de distancia. Esa festiva posesión hacía de él la única persona, en
varias leguas a la redonda, capaz de animar de manera moderna las parrandas de
los adultos perdularios de la comarca de mi infancia.
El
artefacto había convertido al tipo en un empresario próspero y apreciado por
los tarambanas del villorrio. Para celebrar la vida o para ahogar las penas,
los hombres de la región —pocas veces las mujeres, vale la pena aclararlo—
llegaban a cualquier hora del día o de la noche y solicitaban que se hiciera sonar
en la radiola, por un peso la hora, su música favorita. Entre los temas que los
emparrandados hacían repetir hasta el cansancio estaba el paseo “Sueño triste”,
compuesto por Calixto Ochoa. La canción encierra un mensaje agorero, que sólo
Diomedes Díaz y Colacho Mendoza pudieron transmutar en aire alegre. A veces
estábamos tratando de aprender a sumar, cuando la voz de Diomedes nos llegaba
en todo su esplendor, pregonando desde la copa del mango del patio vecino,
donde estaba amarrada una de las bocinas:
En la revelación de un sueño yo
presenciaba mi cadáver
Pero esto tenía un misterio porque yo
amanecí grave
El día que muera este negro quedará de
luto el valle
Reconstruyendo
los hechos que rodearon su deceso, la agencia Colprensa reportó que, después de
haber oficiado como pontífice principal de una parranda celebrada en una
discoteca de Barranquilla, a donde fue a lanzar su última grabación, que solo
cinco días antes había salido al mercado, “El Cacique voló como el cóndor
herido”, cuando hacía una siesta. Según dicho reporte, como presagiando la
llegada de la hora final, en medio de su última farra le dijo a uno de sus
acompañantes: “Compadre, estoy cansado, me les voy a morir en la tarima”. Al
día siguiente, al llegar a su casa en Valledupar, volvió a vaticinar el
presagio fatídico. “No me dejes solo porque me voy a morir”, le dijo a su
mánager. Sin embargo el hombre partió y el hecho aciago se produjo. El cantante
murió en la soledad de su alcoba.
La
conmoción social generada por la noticia se manifestó de inmediato en las redes
sociales y en las ventanas de comentarios de los portales de los medios
nacionales e internacionales. De ello dejó constancia el corresponsal de BBC
Mundo en Colombia, Arturo Wallace. En su reportaje dio cuenta de la manera como
sus seguidores lamentaron su muerte, valiéndose de todos los medios que
encontraron a su alcance. El rastreo de ese dolor en el universo electrónico
confirma lo que de él decían los titulares de prensa: “Diomedes como artista
fue grande” y para el folclor vallenato él es una figura “irreemplazable”.
En
Sincelejo —afirma un testigo de excepción—, cuando se supo la noticia, las
parrandas del moribundo domingo se volvieron ambiguas, porque en el Caribe
colombiano, como lo canta un verso sin dueño, cuando la gente está en la
parranda no se acuerda de la muerte. Siguiendo esa lógica, con el propósito de
rendirle tributo y para que el duelo no dañara el espíritu de la navidad, se
armó una parranda colectiva, en la que entre la música, el licor y los chistes
“todos expresaban algo sobre el Cacique”.
En
la maraña de comentarios de los medios virtuales, la congoja que inundó el
corazón de sus devotos se evidenció en frases como las de Constanza, que
escribió en el espacio destinado por la BBC a sus lectores: “Oooh, Dios, qué
tristeza por esta gran pérdida”. Por su parte Hugo Polanco Bohórquez sentenció
para consolarse por la “irreparable pérdida” en la ventana de comentarios de El
Espectador: “Se marchó Diomedes dejando muchas canciones que en nuestro corazón
perdurarán. Se fue Diomedes Díaz, el mejor cantante y compositor, dejando junto
a sus hijos y sus canciones un pueblo que en silencio lo llorará”.
Por
su lado Hollando (también comentarista de El Espectador) sostiene que el
Cacique de la Junta fue “aquel hombre que le cantó a su tierra, a sus
costumbres, a sus gentes, a su familia, a sus amigos, a sus tristezas, a sus
desengaños, a sus alegrías; aquel cuya música ya es casi que obligatoria desde
hace casi 40 años”. Resignado frente a la fatalidad, Álex Ramírez, un feligrés
devoto de la religión de la parranda, escribió debajo de una de sus canciones
en YouTube: “Aquí no hay más que hacer sino beber, escuchar sus canciones y
despedirlo con alegría”.
En
realidad los parajes virtuales, más que las propias notas de prensa, resultaron
ser el mejor lugar para recabar los testimonios sobre la saudade que embargó el
espíritu de la fanaticada, por la muerte de ese a quien el cronista Salcedo
Ramos llamó “el espantapájaros más gracioso de nuestra historia”. Fue allí donde
los observadores especializados en fenómenos sociales de masa debieron haberle
tomado el verdadero pulso al estado de postración emocional en que se sumergió
el alma de la cofradía parrandera, que hizo de ese campesino sin abolengos su
gurú, su guía espiritual.
En
mi caso, mi primera zambullida en ese luto colectivo sucedió en el muro de
Facebook de William Fortich. De manera sucinta y emotiva, quien fuera mi
profesor de filosofía de la historia en la licenciatura de Ciencias Sociales
registró compungido el hecho. “Colombia entera llora a Diomedes Díaz”, escribió
sin rodeos el profesor.
Sus
palabras encontraron de inmediato eco en el sentimiento de Roger Pereira
Espinosa, uno de sus contactos, que reaccionó a su comentario en tono
grandilocuente: “Diomedes de por sí era, es y será siempre un homenaje a la
música, al folclor y al amor. Ya está muerto pero será siempre eterno su legado
y jamás dejará de ser ese gran músico, eximio cantor y compositor. Perdemos a
un gran artista. El mejor homenaje será seguir escuchándolo con alegría”. La
reflexión fue complementada por Clito Self Mogollón, quien minutos más tarde
agregó: “Se fue el más grande entre los vallenatos”.
Los
contactos del profesor siguieron su diálogo dolorido, en el que intervención
tras intervención se iba dejando constancia de que la obra musical de Diomedes
Dionisio Díaz Maestre, como lo sostuvo Oliden Pérez Mora, “es un legado
cultural, de filosofía popular y de la expresión de los pueblos, en su diario
vivir”. Ese aspecto fue reforzado por Marly Luz Nieves Díaz, quien afirmó que
“sus canciones son historias de la vida real”. Para orientar la catarsis
colectiva el profesor volvió sobre el tema anotando: “Las canciones de Diomedes
son una fuente para conocer el alma colombiana. Diomedes Díaz fue un monumento
a la cultura popular”.
Sobre
sus minutos finales, la BBC Mundo, que cita como fuente a su mánager, José
Sequeda, informó que “el músico falleció poco después del mediodía”, cuando
dormía en su casa de Valledupar. Como lo evocamos anteriormente, la manera como
murió Diomedes es sin duda un guiño a los versos de “Sueño triste”. Ésta es una
de las canciones que lo convirtieron en reverendo de la secta de tarambanas,
que ya, rendida a sus pies, cantaba cuando sus canciones no se escuchaban más allá
de los lugares, a donde llegan las ondas hercianas de las emisoras de la
frecuencia AM del CARIBE colombiano:
He tenido un sueño raro y triste donde
la muerte me ha llamado
Yo recuerdo que le dije: déjeme viví
otros años
Desafortunadamente
en esta ocasión la muerte no aceptó ningún pacto con el cantor. Éste, al
contrario de aquella ocasión, no despertó llorando como en el sueño raro y
triste que narra el paseo. En secreto el misterio de la muerte se consumó. Su
vuelo al más allá, en medio de los festejos de fin de año, dejó en la orfandad
a una “tribu de fanáticos” que no se cansó de lamentarlo y de gritarle “al
mundo” durante su funeral “lo mucho que extrañarán al artista”. Abatido por la
congoja varios de sus seguidores escribieron en las colillas de comentarios de
los periódicos virtuales y en las redes sociales: “¡Diomedes, te tiraste la
navidad, viejo man! Por tu muerte la fiesta de fin de año será un velorio”.
Sobre
la coincidencia azarosa y funesta de su funeral con la fiesta de Nochebuena,
Alfonso Hamburger sostuvo que de todas las bromas de Diomedes, a quien le
gustaba jugarle bromas a la gente, “la última”: morirse en navidad, fue la “más
dolorosa”. Por ese chasco, durante las festividades decembrinas el Valle y la
música de acordeón estuvieron de luto. Su fanaticada y su morena lo lloraron de
manera desconsolada mientras era sepultado el 25 de diciembre. En la radio y en
las fiestas no sonaba del mismo modo “Mensaje de Navidad”, canción que en los
barrios populares, los caseríos y los villorrios del Caribe colombiano es más
popular que cualquier villancico centenario. Por causa de la partida inesperada
del Cacique de la Junta fueron pocos los que cantaron colmados de la alegría:
Unos dicen: “Qué buenas las navidades
Es la época más linda de los años”
Como
Vadinho, el personaje central de la novela de Jorge Amado Doña Flor y sus dos
maridos, Diomedes ha muerto en pleno festejo. Para despedirlo el país entero ha
parado por un instante la parranda. A su sepelio han concurrido por igual —con
evidente rictus compungido— los buenos y malos hijos de la patria. Sin
saludarse, se han detenido en silencio un minuto delante de su féretro para
encomendarle su alma a Dios. Parafraseando un párrafo de la novela de Amado
podría decirse que durante el festejo, en el Cesar y la Guajira, en señal de
duelo, en los edificios públicos, en los clubes de la gente bien y en los
burdeles de buena y mala muerte, la bandera nacional se izó a media asta.
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