RANCHERIASTEREO

viernes, 22 de enero de 2021

EL ALMIRANTE PADILLA (RAFAEL ESCALONA) FRAGMENTO DE LA CRÓNICA


“TITE” SOCARRÁS
Por: Fredy González Zubiría

Puerto López
Viernes 4 de abril de 1952. Puerto López, Laguna de Tucacas, Alta Guajira. 8 a.m. En la playa permanecen varias lanchas, mientras once camiones esperan su carga para partir. Fondeados están los barcos Ana Ángela y San Marcos. Más alejada se encuentra la fragata Almirante Padilla. La presencia de esta última no causa mayor atención. Era rutinario ver embarcaciones de la Armada Nacional patrullando la frontera marina.
Puerto López era un asoleado pueblo de 40 casas, anclado en la orilla del mar, rodeado por el desierto guajiro y observado por distantes y dispersas rancherías wayuu. Daba la impresión de que el mundo acababa allí. Fue declarado puerto libre en el gobierno del presidente López Pumarejo, y desde entonces los barcos llegaban con mercancías de Aruba y Curazao, que luego transbordaban hacia otros destinos: Maracaibo, Maicao, Riohacha y Villanueva.
Llegar allí desde Maicao significaba una travesía de siete horas, desde Riohacha 12 y desde Villanueva 14. Kilómetros de trochas, vigilados por hileras de trupillo y cactus a ambos lados del polvoriento camino, hasta llegar al pleno desierto. Luego, explanadas secas, pequeñas dunas y arenales. En el trayecto se topa con esporádicas rancherías wayuu, cuya aparición es menos ocasional a medida que se adentra en el desierto. A ese rincón del mundo llegaban quienes soñaban con una fortuna o deseaban no ser molestados por nadie.
Puerto López se había convertido con los años en un movido punto comercial. Ahí residían varios miembros de la familia Iguarán, entre ellos Francisco, corregidor por un largo tiempo. También lo habitaban Reyes Carrillo, el venezolano Carlos González, el riohachero José Abuchaibe, dueño de un depósito, Francisco Vargas, Chico Mejía y Edmundo “Mundo” Pana. Éste último sería asesinado por un siniestro visitante, el psicótico conservador valluno Gregorio González Ortega alias “Santacoloma”, a quien mataron al día siguiente de su osada acción. Venganza ejecutada por los amigos del finado.
Como todo puerto, el movimiento de personas y la circulación de dinero afectan su vida social y entorno. Por eso no era de extrañar que en un pueblo de una sola calle, el sitio más concurrido fuera la cantina. Frecuentado por prostitutas veteranas, llegadas de diferentes puntos del país, cuyas ganancias en las ciudades había disminuido vertiginosamente.
En cambio, aquí se respiraba paz. Marinos y mercaderes llegaban de sus largas travesías por tierra o mar, ansiosos de placer. Dejaban parte de sus pesos, bolívares, dólares o florines a cambio de unos momentos de intimidad.

El decomiso
9 de la mañana. Jaime Parra Ramírez, comandante de la fragata Almirante Padilla, recibe desde la Base Naval de Cartagena órdenes precisas por radio: “Proceda a decomisar todas las mercancías”. Los marinos, armados con fusiles, desembarcaron. Un grupo tomó posición en las salidas terrestres del pequeño caserío. No podía entrar ni salir ningún vehículo.
10 de la mañana. En un terreno cercano al pueblo que un militar de apellido Rodríguez había marcado y adecuado como pista 15 años atrás, aterrizó un avión DC-3 con 30 soldados para reforzar el operativo. Los vecinos se vieron militarizados en cuestión de una hora. Se inició la incautación de mercancías. Tomaban las cajas y en las lanchas las trasladaban al barco. No daban explicaciones, se limitaban a decir: “cumplimos órdenes”.
Confiados en que el Gobierno conocía las actividades del puerto, los comerciantes conservaban los productos a la vista, debajo de enramadas para protegerlas de sol y la brisa marina. Quienes no habían encontrado espacio para descargar, se vieron obligados a llevarla mercancía hasta los matorrales. Y esa fue la única que se salvó.
En el pueblo estaban desconcertados. En esa ocasión precisamente, la mayoría de la carga tenía como destino Venezuela. Los barcos traían desde Aruba harina y manteca hasta Puerto López, y de allí en pequeñas lanchas la llevaban a solitarios desembarcaderos cerca a Maracaibo. Entre la poca mercancía que iba para Colombia estaba la de Miguel Celedón,
Enrique Orozco y Francisco “Tite” Socarrás, de Villanueva, quienes, asombrados, veían su inversión desaparecer ante sus ojos. Habían enviado 1000 quintales de café a Aruba, que canjearon al equivalente por whisky, brandy, cigarrillos, telas, víveres, jabones y perfumes. Todo estaba ahora en la fragata Almirante Padilla.
“Tite” observaba callado, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón caqui. Se percató de que estaban vacíos. Por un instante los comparó con el futuro de sus finanzas. Horas después, alguien destapó una botella de whisky y empezaron a cavilar en la estrategia para recuperar lo incautado. Puerto López había sido saqueado. Cinco prostitutas habían logrado recuperar alguna manteca con los marinos, a razón de 2 latas por hora en una litera del barco.
Ezequiel y Máximo Iguarán, al ver a “Tite” con el rostro desencajado, ordenaron cargarle medio camión con lo que se había salvado, para que no llegara a Villanueva con las manos vacías. En la madrugada emprendieron el viaje de regreso. Aunque la ruta era la misma, el recorrido se hizo más largo que lo acostumbrado. Todos iban en silencio.
Francisco “Tite” Socarrás Morales había nacido en Villanueva en 1924, y era hijo natural del ingeniero Silvestre Francisco Dangond Daza con Evarista Socarrás Morales. Silvestre era descendiente de François Dangond, el inmigrante francés que hizo los primeros cultivos de café en la Costa Caribe en la primera mitad del siglo XIX. El cura de turno impidió que le diera el apellido.
“Tite” estudió Técnica Agropecuaria en Roldanillo (Valle del Cauca), luego hizo un curso de Agricultura de clima frío en Bogotá. Fue inspector jefe de la Caja Agraria en Montería en 1946, ya finales de esa década se desempeñó como inspector evaluador dela Caja Agraria en Valledupar. Aunque no era militante político, por ser nieto del general Socarrás, estaba marcado de liberal. Eso le costó el puesto.

Desempleado, iba con frecuencia a Villanueva a ver qué se podía hacer. En una fiesta a la que fue invitado, “Tite” vio a una muchacha que lo dejó tieso. Amor instantáneo, advirtió que conversaba con Miguel Celedón, su amigo. Y sin que ella lo notara, lo llamó aparte y le preguntó: “¿Quién es ella?” Miguel le informó: “Se llama Raquel Olivella”. “Tite” le dijo: “¡Necesito conocerla; preséntamela!” “Cálmate, primero le hablo y cuando te haga una seña, te acercas”. Ese día se hicieron amigos, a la semana ya eran novios, y a los seis meses “se escaparon” para Valledupar. Raquel era una hija de Bolívar Olivella, hombre de gran influencia en Villanueva.
La pareja retornó cuando Raquel quedó embarazada. Esa era la autorización social de regresar cuando un hombre “se sacaba” a una jovencita, puesto que la preñez impedía que la familia procediera en contra de él. Ya no había nada qué hacer. Vivieron en la casa-finca de la madre de “Tite”. Se dedicó a sus cultivos. En esos días, Raquel perdió su bebé. Era un varón.
Se trastearon a una casa de Andrés Fellizola. Raquel quedó encinta de nuevo. En Semana Santa, su tiempo de parir, prende una veladora a una imagen religiosa y sale a la procesión de la Virgen Dolorosa. Una misteriosa brisa entra por la ventana, mueve la cortina y la acerca al fuego. La casa se incendió. Pierden todo, muebles, ropa y utensilios. El día del trasteo nació Enalba. Fue su felicidad, pero ahora necesitaba trabajar más.
“Tite” decidió aventurar en el comercio. En unos tragos, “Tite”, Miguel Celedón y Rafael Escalona decidieron llevar gallinas y cerdos para Venezuela. Les fue bien. Hicieron tres viajes. Luego “Tite” compró café a los campesinos de la zona y viajó a Aruba a negociarlo. Trajo whisky, cigarrillos y víveres para distribuirlos en los pueblos; felpas y cubre lechos para que Raquel los vendiera. A ella le regaló un juego de polvo, un jabón de tocador y un perfume Maja, la más cotizada loción española fabricada en Barcelona.
Ahora regresaba derrotado a casa, gracias al Almirante Padilla. Lo había perdido todo. Estaba más cerca que nunca de la ruina, y no sabía cómo iba a solventar sus compromisos económicos. El Jeep Willys entró a Villanueva a las 8 de la noche. “Tite” acostumbraba a guardar los camiones en la casa finca de su madre, su antigua residencia. Se encontraban allí, de visita, sus amigos Rafael Escalona, “Poncho” Cotes y Alfonso Murgas. Este trío no estaba ahí casualmente, sabían que esa noche regresaba “Tite” y que él acostumbraba a apartar una caja de whisky Caballo Blanco (White Horse) y bebérsela de inmediato para celebrar el éxito del negocio.
Luego de las lamentaciones, Escalona, Cotes y Murgas no cambiaron de planes, convencieron a “Tite” de que ante semejante pérdida, la mejor manera de pasar el trago amargo era bebiéndose un par de botellas. Al escuchar las sentidas expresiones de solidaridad de sus amigos, y sin sospechar que lo que querían era ron, bebieron hasta el amanecer. Los tragos sirvieron para desahogarse. Entre copa y copa le echaban maldiciones a la fragata Almirante Padilla, a su capitán, al comandante de la Armada, al Presidente y a las leyes de la república.
Satisfecho por la borrachera de la noche anterior, agradecido por la hamaca que le colgaron en la madrugada, y gustoso por la sopa de costilla que le brindaron al levantarse, Rafael Escalona pidió papel y lápiz, se fue para el patio, escribió unos versos, guardó el papelito en su bolsillo y se largó para Valledupar. Allá compuso la canción en solidaridad con su amigo.
ALMIRANTE PADILLA
(Rafael Escalona)
Allá en la Guajira Arriba,
donde nace el contrabando,
el Almirante Padilla llegó a Puerto López
y lo dejó arruina’o.
Pobre “Tite”, pobre “Tite”,
pobre “Tite” Socarrás,
hombre que ahora está muy triste,
lo ha perdido todo por contrabandear.
Ahora pa’ donde irá (bis)
a ganarse la vida “Tite” Socarrás.
Ahora pa’ donde irá (bis)
a ganarse la vida sin contrabandear.
Enriquito se creía que con su papá Laureano
que todo lo conseguía.
Se fue pa’ Bogotá,
pero todo fue en vano
Barco pirata bandido
que Santo Tomás lo vea
prometo hacerle una fiesta
cuando un submarino
lo voltee en Corea.
A Rafael Escalona no se le cumplió su anhelo de que la fragata Almirante Padilla fuera hundida por los comunistas en la guerra de Corea. Salió ilesa. Pero en 1964, una década después de la muerte de “Tite” Socarrás, el barco encalló en unos coralinos cerca de la isla de San Andrés y fue imposible sacarlo de ahí. Se dio la orden de hundirlo; en Villanueva celebraron.
Laureano Gómez acabó con Puerto López pero no con el contrabando en La Guajira. Los wayuu y los criollos dueños de barcos se trasladaron a otros puertos: Parajimarü y Puerto Inglés. Por allí saldrían los embarques de la bonanza del café y parte de ese grano sería sembrado en Villanueva. El pueblo fue abandonado por sus habitantes. La mayoría de ellos emigraron a Maicao. Puerto López se convirtió en un pueblo fantasma. Se lo tragó la arena.

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