Por Rodrigo Zalabata Vega
Al
igual que la tradición los Hermanos Zuleta conjugan el sabor añejo de pueblo y
el brindis del sol diario en que renace su ser. Como el torrente de un río que
mantiene su cauce, ellos son el eco espléndido de voces lejanas que cantan en
el jolgorio de gaitas, tamboras, pajaritos e interminables décimas, en la
evocación mítica de Cristóbal Zuleta, abuelo que remonta el nombre de la
dinastía musical, repetido sorbo a sorbo en coplas cantadas con la elegancia
métrica del ‘viejo’ Emiliano Zuleta, hasta alcanzar la expresión creciente de
los hijos germinados de su tierra, que con indeclinable amor dejan correr por
sus venas ese redivivo entusiasmo que salta a un escenario desde su propio
corazón.
Emilianito
parece tejer con notas de filigrana las fibras más íntimas del sentimiento
vallenato. Sus primeras impresiones discográficas revelan un joven diestro que
ha tomado atenta nota de los pioneros acordeoneros trashumantes, pero su
genialidad precoz descubre que en aquellos grandes pilares había que construir
las obras creativas que dejaran grabada con lujo de detalles toda esa historia,
para que quienes las visitaran en el futuro sintieran que desde el pasado se
había interpretado su razón de ser en notas jeroglíficas.
Así
mismo el tiempo lo fue esculpiendo como el gran maestro a quien todos escuchan
para conocer. A Emilianito se le debe la argumentación de notas literales que
interpretan lo que la composición poética quiere trasmitir, con la estructura
clásica narrativa: introducción, puentes de notas dialogantes que comunican las
estrofas y desenlace conclusivo, cuyo círculo armónico guarda el sentimiento
que trae la obra. Esto significó un salto cualitativo en la evolución
interpretativa del vallenato, ya que antes de él se ejecutaba el sentido
melódico del ritmo, en paseo, merengue, son o puya, con la cadencia que le daba
el intérprete, más no se desarrollaba el motivo poético de la obra en sí.
A
partir de allí crea la introducción musical que sienta al escucha de manera
cómoda en su propia expectativa, igual a la composición sinfónica, en el
preludio que anuncia el espíritu de la obra. Lo cual difiere en forma
sustancial de lo anterior, en que se hacían ejecuciones introductorias que
acogían la armonía apegada al tenor literal de la canción. Tal revolución contenida
en el pecho del acordeón permitió el desarrollo –sobre todo– del paseo
romántico moderno, con el cual el género vallenato le pudo brindar a cada quien
un sentimiento en particular.
Los
mejores acordeoneros y académicos historiadores coinciden en señalar a Luis
Enrique Martínez como el maestro fundacional que consolidó las bases de la
interpretación del acordeón vallenato, cuya armonización va ajustada a la idea
narrativa de la canción, a lo cual le agregó, o desagregó, la digresión de
notas melódicas que definen un estilo en cada intérprete. De la mano con él
Emilianito llevó a su máximo esplendor el clasicismo en la música vallenata,
logrando unir un pasado que solo aspiraba a llevar las noticias a lomo de la
juglaría a un tiempo real en que el vallenato quiso testimoniar en expresión
musical la huella sentimental que iba dejando la historia rural de Colombia.
Al
lograr traducir en lenguaje musical el sentimiento escrito en la poesía le
permitió ser heredero de su mismo legado, ya que nos regaló otra faceta
grandiosa, la de compositor. Sus canciones están tocadas por la inocencia
fresca de quien descubre el amor, desde agradecer la herencia musical de su
padre, pedir perdón a sus amigos parranderos por no poder beber, agradecer la
batalla de la vida al lado de su hermano, pedir un besito a su nuevo amor como
si le hablara a la primera novia en su pueblo, hasta profesar culto de
adoración al amigo con el que se ha abrazado y sonreído toda la vida: El
acordeón; por este motivo en la casa Honner se bautizó con su nombre un hijo de
su gran amigo.
A
su lado, Poncho es el alma que se desborda en un canto, el acento patriarcal de
sus dichos, el sortilegio de un verso robado a la noche. Es al oído de todos
uno de los cuatro cantantes más grandes de la historia cantada del vallenato.
De Jorge Oñate se valora el oro en su voz, de Diomedes Díaz que haya
enriquecido el canto del pueblo, de Rafael Orozco la sutileza del secreto con
que se trasmite el amor, y Poncho es en mucho el resumen de todo aquello. Dueño
de una portentosa voz, que en otro tiempo pudo enamorar al indiferente ganado y
multiplicar su fertilidad, llamar la atención de las aves e imitar en verano la
creciente de un río, su labor de cantante por años le permitió grabar en discos
el eco profundo de una tradición labrada verso a verso, como protagonista
esencial de una expresión musical que de manera transversal pudo amalgamar la
cultura y sentimiento de la nación.
Aquel
torrente de versos que se multiplican como peces en su chorro de voz, después
de tanto tiempo ocultó en el lecho de piedras de su murmullo el nombre de
Poncho como gran compositor. De no haber sido por conjugar en su ser todo lo
que representa el canto vallenato, y darse al deber de atender a todo el que
llegara a descansar al canto de su casa, el mismo folklor vallenato habría tenido
en él a uno de sus más grandes poetas. Lo frustró el hecho de querer vivir en
su pecho el sentimiento de cada canción que interpretó. Y puedo probar que no
es un elogio biográfico el que hago. Siendo apenas un muchacho, anticipado a su
grandeza, juró morir por su arte. Grabó en la piedra del tiempo que “…si algún
día ya no pueda cantar como ahora canto seguiré componiendo mis canciones…”. En
la posteridad los historiadores podrán concluir con razón que si cada día lo
que pudo fue cantar mejor, por cumplir su juramento sagrado de artista
sacrificó en la misma piedra la creación de sus herederas canciones. Les tocará
aceptar a todos ellos que por momentos olvidara aquel juramento que contrariaba
su alma de poeta. Eran los instantes de destello en los que nos regalaba el
fulgor de sus versos improvisados, con una lucidez que iluminaba a todo el
mundo al final de sus presentaciones.
El
mundo entero puede entender hoy que no era una metáfora la que hacía Gabriel
García Márquez al afirmar que “Cien Años de Soledad es un vallenato de 360
páginas”. Lo que ocurrió fue el genial artificio poético contrario, interpretó
en notas literales lo que el lenguaje musical del vallenato ya había narrado.
Cuando se otorgó el premio Nobel al universal cronista de la provincia que
representa el vallenato, se quería una voz que revelara ese nuevo mundo y
sacudiera el pecho frío de los palacios de Estocolmo, entonces se pensó en cuál
de tantos emblemáticos acordeoneros podía acompañar a Poncho. Ese Festival
Vallenato de méritos lo ganó en un fallo anónimo que nadie cuestionó su hermano
Emiliano.
Son,
los Hermanos Zuleta, dos gigantes que se escaparon en vida del Valle inmortal
de los juglares, de donde nos narran historias fabulosas de parrandas eternas
consagradas en el licor y en el amor sin palabras del chivo, cuentan que
existen compadres que se abrazan como deberíamos los hermanos del mundo, que
han forjado entre todos un patrimonio inmaterial que puede heredar quien quiera
ser feliz, por ellos al escuchar su testimonio musical y seguir su huella
sabemos desde ya que el tiempo nos dejó conocer el rastro de lo imperecedero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario