El maestro vallenato Leandro Díaz
falleció este 22 de junio de 2013, en Valledupar, víctima de una infección
renal, tenía 85 años. Según la prensa del Caribe, Díaz murió a la 1.30 de la
mañana en la Clínica del Cesar. El músico ingresó al centro médico con señales
de hipertensión, lo que le empeoró una insuficiencia renal, que padecía de
manera crónica.
Leandro Díaz a sus veinte años de
edad jamás había escuchado una canción. Lo hizo después de que abandonó el
corregimiento Lagunitas de la Sierra, Guajira, donde nació. Bajó de allí con la
complicidad de un primo, y así conoció el vallenato. Ese fue el nacimiento de
un juglar. Pese a que es ciego de nacimiento compuso más de 200 canciones, con
los versos que se ensamblaron en su memoria. Aprendió a tocar la guacharaca y
la dulzaina, y pasó de recibir propinas en la calle a convertirse en una
celebridad del folclor vallenato con una de sus canciones emblemáticas, Matilde
Lina. Hasta hace unos días, una diligencia sencilla le podía tomar hasta cuatro
horas por el asedió de sus fanáticos. A sus 83 años, el Festival de la Leyenda
Vallenata le hizo un homenaje a un hombre que no volverá a nacer, ni se
repetirá en su dinastía.
El juglar definió su llegada a la
música como un milagro, porque durante su adolescencia sólo conoció el canto de
los pájaros y el bramar del ganado. Pero su destino se lo dejó a una
premonición. Sin saber si acertaría, Leandro Díaz le obedeció a la voz que
escuchó en un sueño y que le dijo que ya había cumplido su ciclo en la Sierra.
Desde ese momento conoció las melodías musicales y la parranda, cambió la
lluvia como motivo de su inspiración por las mujeres. Aprendió a parrandear,
pero no fue bailador y cantó por primera vez en las orillas del río Tocaimo.
Además, se alejó de sus papás y sus más de doce hermanos, que lo discriminaron,
porque su condición lo convirtió en un inútil para las tareas de la finca donde
creció.
Leandro Díaz recibió de manos del
presidente Santos un reconocimiento en la inauguración del Festival Vallenato
2011.
La primera canción que compuso se
llama La loba ceniza y lo hizo con sus mejores herramientas: la concentración y
la memoria. Allí almacena todas sus letras, versos, composiciones y las voces
de las mujeres. Nunca olvida una. Sus canciones vallenatas favoritas son A mi
no me consuela nadie, de su autoría y El viejo Miguel de Adolfo Pacheco Anillo.
Desde hace ocho años, Leandro
Díaz sólo se vestía de blanco. No tuvo maestros, y no siempre fue vallenato. En
sus inicios también interpretó boleros, tangos y rancheras, de allí su canción
favorita Allá en el rancho grande. En ocasiones, estas interpretaciones no le
trajeron aplausos. La mamá de una vecina lo insultó porque creyó que trataba de
conquistar a su hija con las canciones mexicanas.
La canción A mi no me consuela
nadie fue una de sus favoritas.
Cuando aseguraba que “el ciego
poco se imagina” pareciera que mentía, porque sus letras dicen todo lo
contrario. Además, describía el acordeón como un aparato pequeño, con muchas
teclas o botones que se oprimen con los dedos. Pero el verdadero significado
que tuvo para él es que el instrumento es la vida de un pueblo.
El maestro, muchas veces
homenajeado, ya no madrugará más. Solía como todos los días hacer una oración,
desayunar café, jugo y arepa con carne y queso. Se ponía uno de sus seis pares
de zapatos blancos y no se soltaba del brazo de Ivo, el único de sus hijos que
heredó su talento y que prefiere decirle maestro que papá. En ocasiones
especiales se visten igual, y con el tiempo él se convirtió en sus oídos, en su
interlocutor, porque a Leandro los años le arrebataron de a poco su única
inspiración.
Por: KIENYKE
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